Los Enigmas de Sta. Ava Caterina - El Jinete de Arnedo

Hola, damas y caballeros, jóvenes el mundo. Espero que estén bien. Y si no, que esto los entretenga un breve espacio en el tiempo. Ésta historia forma parte de la saga, «Los Enígmas de Sta. Ava Caterina». Narra las vivencias del cuestionado periodista Vicente Buscamante. Que mientras viaja en tren de vuelta a su hogar, queda fascinado con la historia de un asesino serial de antaño. A pesar de las distancias del tiempo, él cree poder descubrir la identidad del asesino. ¿Podrá Vicente descifrar el pasado o serán los viejos tiempos quienes lo encuentren a él primero? ¡Que la curiosidad sea la llave de la historia!







El Jinete de Arnedo



    «EL ENIGMÁTICO FINAL DE LA CRIATURA EN LA AVENIDA MONSIBAR», así comienza el titular de El Zorzal Cantor: el diario más importante e influyente de Sta. Ava Caterina. Los fieles lectores del periódico que han seguido de cerca éste caso, tratan de sacar sus propias conclusiones. Aunque las realidades inventadas por personas de palabras bonitas siempre terminan calando hondo en el subconsciente colectivo; de allí que la gente devore cada página rellenada por los habilidosos y enrevesados periodistas. Luego de que una extraña mujer con rasgos perturbadores apareciera en plena calle, la policía tuvo que intervenir y llevársela al ayuntamiento. A las casi dos semanas de permanecer cautiva por los oficiales de la fuerza, se echó a la fuga con la ayuda de un hombre cuya identidad se ha perdido luego del incendio en el ayuntamiento de policía el 18 de diciembre del pasado año de 1880. El caso quedó en medio de escándalos de corrupción y tráfico de obras de arte robadas a importantes museos de toda Europa, pero nada más se supo sobre aquella misteriosa criatura. Algunos cuentan rumores que nadie considera verdaderos; la mente humana es engañosa y muy ambigua. Por un lado, creen en la versión del periódico sobre ese extraño ser con forma de mujer, orejas largas y colmillos. Pero descreen de los rumores sobre su metamorfosis en un árbol junto a su cómplice humano. Presa de la fábula, la verdad que pasa de boca en boca pierde detalles que deforman la esencia de su realidad. Un hombre lee la última edición del diario mientras su tren llega a su destino. El titular, a pesar de su innegable notoriedad, no es lo que más llama su atención, sino una pequeña nota perdida entre sus páginas. «El Jinete de Arnedo: Un misterio jamás resuelto», es el título de dicha columna apasionante a la que le dedicaron apenas un cuarto de página. El hombre queda fascinado leyendo esos humildes párrafos. La historia de ese asesino serial vibra en su mente y en su garganta al leerla como si lo estuviera haciendo en voz alta. Él se entrega a cada línea como si fuese el aire que necesita para respirar. El reloj parece perderse en el tiempo; aunque su cadena sigue colgando del bolsillo de su chaleco. El tren debió de haber llegado a la Estación Otto Breidinger a las 07:45; son las 09:16 y apenas si comienza a verse la parte más despoblada de su andén. Por lo general eso sería motivo suficiente para armar una de esas rabietas lamentables de ver en un adulto. Pero la historia del asesino desconocido lo ha cautivado de tal manera, que utiliza esa hora y media para releer ese artículo y pensar en el caso una y otra vez. Ya en plena estación, el conductor del carruaje que lo llevará hasta su casa en la calle Monseñor Salvatori, se le acerca para saludarlo. «Buenos días, señor Buscamante. ¿Cómo le ha ido en su largo viaje?», se pronunció el hombre, amable y cortés. «Schmidt...», contestó con aparente sorpresa, «¿No ha pensado en el retiro? La próxima vez que venga a buscarme será sólo polvo de hueso». «Siempre tan gentil, señor Buscamante. No me sorprende que su prometida, la señorita Irizábal, esté tan entusiasmada por verlo», replicó su chofer con sarcasmo. «Esa frígida mujer sólo se entusiasma por idioteces; dudo que le importe o entienda mi dedicación», respondió despectivo sobre su futura esposa. Esa actitud no le gusta a Schmidt, que ve a la señorita Irizábal como a una respetable y honrada mujer. Vicente Buscamante es un afamado corresponsal de El Zorzal Cantor. Sus apasionados artículos de guerra rellenan varias páginas en el periódico, generando gran expectativa tanto en sus leales lectores como en los editores del diario. Él va rumbo a casa de sus padres, donde se reencontraría con Agustina, su prometida. Condenados a desposarse mutuamente por un convenio familiar, la joven pareja finge con decoro una relación malparida desde el primer día. Agustina siempre ha sido una refinada dama de sociedad. Su padre, Norberto Irizábal, es un general retirado que ha luchado con gallardía en cada contienda a la que lo ha llevado su amor por su bandera. Nacionalista romántico y laico conservador; le inculcó férreos valores a su hija, convirtiéndola en una mujer admirablemente recta que a los ojos de un mujeriego descontrolado como Buscamante es aburrida, frígida y mojigata. A pesar de su inquebrantable honor, Agustina es frágil de corazón. Suele dejar pasar sin reparos actitudes tan despreciables como imperdonables. Vicente la ha maltratado desde el día en que sus irresistibles artilugios de seducción, famosos en la noche de Sta. Ava Caterina, no lograron vestir su cama con su cuerpo desnudo. El maltrato es verbal, pero en ocasiones ha llegado a ser físico. Su desinterés hacia ella se termina cuando siente que su juguete le deja de responder; haciendo escenas de celos con la mera excusa de atormentar a la noble mujer. La noche anterior a su último viaje, la prostituta que había contratado durante el día no llegó a la posada donde se hospedaba por esa noche. Colmada su paciencia, bajó hasta el bar para, de momento, ahogar su lujuria con alcohol. Entrada la noche, ya con varios tragos encima, ve a Agustina llegando al bar para reprocharle sus incontables infidelidades; a ella no le molesta en absoluto que descargue sus instintos con otras mujeres. Aunque sí está harta de que sea tan descuidado. Es su honor como dama lo que está en riesgo. Algunos rumores sobre ella se esparcieron entre la créme, luego de que él intentara seducir a una de sus amigas en un innegable estado de ebriedad. Al ponerle Agustina los puntos sobre las íes, Buscamante se retiró de la barra directo a su habitación en la taberna. Ella siguió sus pasos poniendo en duda su integridad y valor como hombre todo el trayecto hasta estar dentro de su cuarto. Él, enfadado por las incesantes afrentas de Agustina, cerró la puerta y a ella la llevó contra la pared. «Tal vez si dejaras de hacerte la fina y me dieras lo que necesito…», susurró a su oído mientras desabrochaba los botones de su vestido, «…yo dejaría de buscar a otras mujeres». Ella se lo quitó de encima despectivamente con la mano izquierda y con la derecha lo abofeteó de revés. Buscamante reaccionó de la peor manera al devolverle la cachetada y lanzarla al suelo. «¡Si no me das tu cuerpo, seguro es porque se lo das a alguien más! ¡¿A quién ha sido, zorra asquerosa?!», la increpó con injusticia. Ella se levantó lentamente del suelo, recogió su orgullo con altura y se marchó. «Qué pena me das, Vicente. Podrías ser un gran hombre… Pero no eres ni grande, ni un hombre», sentenció. Buscamante no entiende la noción del valor del corazón de las personas. Para él, el amor pasa sólo por lo sexual, así que nadie ni nada lo sacia. Al día siguiente, él se fue de viaje y ella lo fue a despedir como de costumbre; una penosa puesta en escena. Actuaron con naturalidad ante sus familiares y amistades presentes, pero por dentro comenzaron a cambiar sus diferencias por rencores. Ahora, luego de un año sin verse ni escribirse, Buscamante se dirige a la afamada y majestuosa casa de sus padres en pleno centro de la zona residencial más importante de Sta. Ava Caterina. Dentro de su carruaje sólo piensa en el artículo que leyó en el diario. Le importa tanto la historia que no se preocupa en recordar el nombre del periodista que la trajo de nuevo a la palestra. Cuando estaba por buscarlo, el señor Schmidt le pregunta si le interesa visitar otro sitio antes de ir a casa. Buscamante le responde que si; a la biblioteca de la Universidad Cristóforo C. Rasmussen. Siendo una biblioteca universitaria no sólo es vasta en variedad y en información. El monumental edificio es cuna de grandes eruditos de Sta. Ava Caterina. Su decano, Vasily Gavrilenskiy -un hombre de muchos conocimientos y contactos en las altas esferas de la ciudad-, es amigo personal de su padre desde la secundaria. Ninguna otra biblioteca en toda la provincia es tan rica en historia como la de la Universidad Cristóforo Rasmussen. Teniendo en sus instalaciones una sección muy bien cuidada por su bibliotecaria: la sección de periódicos nacionales y locales. Con una copia de todas las ediciones de los más prestigiosos periódicos nacionales impresas desde 1789 hasta la actualidad, ésta sección de la biblioteca tiene más historia que la mismísima Sta. Ava Caterina, fundada en 1818. «Me honra tu visita, hijo. Lamento no disponer de mayor tiempo para ayudarte a dar con lo que buscas», se lamenta Gavrilenskiy al llevarlo hasta la entrada de esa sección de la biblioteca, «De todas maneras, si necesitas algo puedes llamar a mi asistente, Irina; ella estará cerca para darte una mano», concluyó antes de marcharse. Irina es una mujer soltera de treinta y cinco años. En una edad en la cual los mejores partidos ya se han jugado, los hombres de su misma edad la miran con cierto resquemor. A ella no le interesan demasiado los hombres. Dedicándose a los libros, que le generan de largo más placer que frías e interesadas compañías, descuidó su vida amorosa hasta el punto en el que las presiones de su familia la llevan a acercarse desesperada a hombres inmorales. Buscamante lleva en sus venas la sangre de un donjuán despiadado, y no pierde la ocasión para usar la desesperación de esa pobre mujer como herramienta para seducirla. Al ser más joven que ella, Irina no se aventuraría a corresponder a sus constantes guiños y sonrisas traviesas, pero la presión social le ha carcomido la cabeza y el corazón. Cortejándola en todo momento, ella lo ayuda a encontrar sin problemas todos los artículos relacionados al caso del asesino serial conocido como «El jinete de Arnedo». El primer caso redactado hace cuarenta años ocurrió en la madrugada del 24 de noviembre de 1841. Tres colas de tornado arrancaron árboles y tejados. Mientras los trabajadores limpiaban las calles del centro se encontraron con el cuerpo de un hombre de treinta y ocho años, llamado Torsten Brustwitz, con las costillas abiertas como las alas de una mariposa y sin corazón. El periódico nacional del empresario británico Dillion Bent, The Pigeon Fancier, describe el hecho como «aterrador» e «inhumano». Mientras que el diario de los hermanos Victorino y Edoardo Borghese, Il Genovese, retrata una escena que, «sólo puede salir de una mente enferma». El Zorzal Cantor fue el más polémico de todos al no sólo dar la noticia, sino retratarla con dibujos sin censura. «Las autoridades locales, a cargo del alcalde Francisco Pugliese, han decidido sancionar económicamente al periódico El Zorzal Cantor por causar horror y pánico perturbando a sus lectores», redactó el diario local de la comunidad alemana, Merkur, en su edición semanal. El diario de la comunidad de alemanes en Sta. Ava Caterina fue el que más lamentó el crimen de Brustwitz, por ser su compatriota y haber ocurrido dentro de la zona de la ciudad más afín a su comunidad. Buscamante se entera de que el primer crimen del asesino fue dentro de la comunidad alemana en la ciudad y varias preguntas se le vienen a la mente. Hasta ese momento sólo lo llamaban «Asesino de Arnedo». Recién comenzaron a nombrarlo como un jinete cuando la policía reveló su modus operandi de aplastar el cuerpo de sus víctimas con un caballo que dejaba sus huellas rojas de sangre por las calles, logrando perturbar la mente de los vecinos de Sta. Ava Caterina en ese entonces. Todas las formas de matar eran distintas. Su segundo asesinato fue dos meses posterior al primero; el 14 de enero de 1842. A Hélder Souza, un hombre de la mediana edad, lo ahorcó colgándolo de una soga desde el puente San Jorge, al sur de la ciudad. Con el tercero, perpetrado el 18 de febrero, llevó su lado más sádico al límite. Lo más perturbador y morboso a lo que las autoridades tuvieron que enfrentarse fue tener que encontrar el cuerpo de Graham Richmont, un hombre de cuarenta y seis años, degollado y castrado, con sus testículos en la boca. El cuarto asesinato fue aún más brutal. De Jaime Williams Gay sólo quedó entera su cabeza. La cual fue estacada en una pica en mitad de la plaza central. Il Genovese calificó el crimen como, «el más aberrante en la historia de la ciudad hasta el momento», narrando sin tapujos el calvario de su familia al tener que reconocer su cabeza desfigurada en la morgue sobre la calle Belmonte; eso ocurrió el 17 de marzo del mismo año. Cuatro meses después del primer asesinato, ya la gente comenzó a quejarse pidiendo la cabeza del alcalde Pugliese por su ineptitud a la hora de hallar al asesino. Lo que hacía que éstos asesinatos tengan correlación es que luego de hallar el cuerpo de la víctima pisoteado por un caballo, la autopsia revelaba que el único órgano que faltaba era el corazón. Corazón que las autoridades hallaban siempre pulverizado contra el suelo de la misma esquina entre las calles Arnedo y Salerosa; de allí su apodo. Buscamante se detiene un momento y le pregunta a Irina si tienen una guía de las calles de la ciudad y, en caso de que así fuera, si ella podría traerla. Ella le responde que sí tienen una, pero que está en la oficina de la entrada al otro lado de donde están ahora y que ella no tiene ganas de buscarla. Buscamante se indigna con el radical cambio de actitud de Irina, pero lo comprende cuando ella le muestra la última edición de El Zorzal Cantor en dónde él saluda en tono romántico a su prometida, Agustina Irizábal, festejando su compromiso. Ni lerdo ni perezoso, él cambia su mirada furibunda a la de un perrito faldero con ánimos de recibir mimos de su patrona. Ella está ofendida porque él, estando comprometido con otra mujer, estuvo flirteando con ella todo el mediodía. En medio de ese acalorado intercambio de opiniones, no muy positivas hacia él, Buscamante termina sorprendentemente diciendo una verdad, «Lo mío con esa mujer es una fábula. Nuestros padres nos comprometieron sin nuestro consentimiento. Ella es terca como una mula y fría como un témpano de hielo; jamás podría gustarme. Nunca me ha motivado a pensar en ella con erotismo. Su presencia en mi casa es un ultraje, y en mi vida, una tragedia», exclamó dándole la espalda a Irina, apoyando su frente contra un estante, gimoteando. Su actuación de hombre maltratado es tan buena, que ablanda el corazón de Irina. Ella se le acerca y lo toma de los hombros compadeciéndose de él, le dice, «Nunca había visto a un hombre llorar así. Dee de ser muy difícil. Está bien, iré por la guía. ¿Quieres que te traiga algo?». Él contesta secándose las lágrimas, «No quisiera importunarte al seguir abusando de tu amabilidad y gentileza… Aunque un té y algo dulce para acompañarlo sería magnífico». Irina asiente con una sonrisa alegre y va en busca del mapa de calles de Sta. Ava Caterina. Buscamente piensa en lo afortunado que es al estar rodeado de tantas mujeres tontas e ingenuas; su impronta atenta y servicial lo hace ver confiable y loable. Pero esa sonrisa que dibuja falsamente en su rostro es la viva imagen de quien es en realidad. Mientras espera por Irina continúa leyendo las notas en los diarios sobre el caso de El Jinete de Arnedo. Uno de sus asesinatos, ocurrido el 21 de mayo del mismo año 1842, contra un tal Jaime Deltebre, dejó secuelas en un niño que lo vio mientras le arrancaba la lengua a su víctima con un gancho afilado de carnicero. Buscamante se divierte leyendo los comentarios de los columnistas de The Pigeon Fancier, que se horrorizan con el asesinato y la presencia del niño en la escena del crimen, y no piensan en lo valioso de tener un testigo que pueda identificar al asesino; su barbarie no tiene límites. Las autoridades de aquel entonces decidieron no hablar con el infante para preservar su salud mental que ya había quedado en un estado deplorable. Las páginas de los periódicos vuelan en las manos de Buscamante. Cada detalle es la pincelada sobre el lienzo de un pintor desquiciado; un genio del averno. El siguiente cadáver sin corazón fue encontrado el 8 de octubre. Porfirio Alcaraz Llers, de treinta y tres años, fue hallado a las afueras de la ciudad en un campo agrícola con el cuerpo totalmente desnudo y sus intestinos fuera de su vientre, escribiendo sobre el pastizal la leyenda: «Mi venganza será tu condena». ¡Fascinante! Buscamante siente el éxtasis que le genera la historia vibrando en todo su pecho. Ahora sabe que el psicópata tenía un motivo, un incentivo para llevar a cabo semejantes asesinatos. La última víctima registrada del Jinete de Arnedo fue el 16 de octubre. Ese fatídico día, una tormenta asoló Sta. Ava Caterina. La lluvia provocó el colapso del sistema de drenaje de la ciudad, ocasionando el desbordamiento del Río Sor Sonia-Edna, anteriormente conocido como Santa Julia, lo que causó el derrumbe del puente Mostwitz, que aún se encontraba en construcción. La policía había estado buscando a Arnau Castelldefels, un conocido empresario local desaparecido desde hacía tres días. Cuando la tormenta pasó, como un déjà vu de lo que fue el primer homicidio del Jinete de Arnedo, las autoridades de la ciudad se encontraron con el señor Castelldefels; totalmente descuartizado, con sus restos esparcidos por toda Sta. Ava Caterina. La pierna izquierda al norte, la derecha al sur. Su mano derecha tirada en una calle del lado este de la ciudad, y la izquierda completamente del otro lado, al oeste. La mitad de su torso flotando en el río y la cabeza colgando de la entrada del cementerio. En el suelo, una leyenda que decía, «Que Dios tenga piedad de mi alma, mi amor, porque sino no podré volver a verte», escrito con sangre, presuntamente del cadáver, aunque no se descarta que sea del mismo homicida. El resto de su torso y su corazón hecho trizas yacían en la esquina de siempre; rodeado de las pisadas sangrientas de un caballo. Al leer que la cabeza de éste empresario había sido encontrada en la entrada del cementerio, Buscamante descubrió un lugar por donde podía empezar a ahondar un poco más en la historia, ya que el Cementerio de Sta. Ava Caterina se encuentra precisamente sobre la calle Salerosa. Cuando Irina regresa con el mapa de calles de la ciudad, él ni siquiera le da las gracias y lo revisa apresuradamente. Termina decepcionándose al descubrir que no existe ninguna calle Arnedo que cruce con Salerosa. Algo no le cuadra, así que decide tomar el toro por los cuernos y dirigirse al cementerio para hacer un poco de trabajo de campo. Toma el té que le había traído Irina de un sólo sorbo y se lleva un trozo de pastel, que ella había colocado finamente en un plato floreado, vulgarmente en la mano. «Gracias por todo, Irina. Fuiste de gran ayuda», le dice mientras sostiene cariñosamente su mentón con los dedos. Al marcharse tan deprisa ella apenas si tiene tiempo para preguntarle si volverá a verlo. Él responde que sí con entusiasmo y una sonrisa de júbilo que invita a pensar en que realmente le gustó la mujer, pero en realidad piensa todo lo contrario. Una vez afuera de la universidad le pide a Schmidt que lo lleve al cementerio. Su chofer lo mira extrañado y le sugiere que mire su reloj; son las 17:25 y el cementerio cierra a las 18:00. Buscamante lanza el trozo de pastel que aún le quedaba, contra su carruaje. Fastidiado y con deseos de golpear a alguien, le ordena al señor Schmidt que lo lleve al infierno. Una vez en casa de sus padres, es recibido con una algarabía excesiva que lo lleva sentirse más abrumado. Escondiendo su iracundia tras su típica sonrisa dibujada, habla con toda su familia y la de Agustina sobre lo increíble que había sido su viaje. Para él, la mejor parte había sido cuando conoció la fabulosa cortesía y cálida compañía de las prostitutas asiáticas; esclavizadas, obviamente, por las canallescas y repulsivas mafias locales. Hacía un año que no veía a Agustina, y por extraño que parezca, verla bajar por la majestuosa escalera céntrica de la mansión usando su mejor vestido, lo encandila sobradamente. Piensa en lo afortunado que será en la noche de bodas cuando ella ya no pueda negarse a mantener relaciones con él. Ella recibe su mirada lasciva y se le revuelve el estómago dilucidando las inmoralidades que él está pensando. Cuando él la saluda con un beso en la mano, su futuro suegro le dice que no sea tan frío y le de un abrazo, que él se lo permitía. «No tengo prisa en estar con ella. Es el amor de mi vida y pienso gastar el resto de mi vida haciéndola feliz. ¿No, mi amor?», contesta Buscamante. «Oh, no puedo esperar a que eso ocurra», exclama Agustina, con esa preciosa sonrisa que logra engañar a sus padres. La cena se sirve y los comensales disfrutan del festín. Comen y beben sin control ni remordimiento. La charla se prolonga hasta la madrugada, cuando Buscamante escolta a Agustina a su habitación en el segundo piso de la casa. «No pensarás hacer lo mismo que aquella vez... ¿O si... mi amor?», pregunta ella, recordando la noche en la taberna donde discutieron antes d que él se vaya. «No, Agustina. No haré eso. Tal vez no lo creas pero… soy un hombre nuevo. He decidido hacerme cargo de mis culpas y pedirte perdón», responde Buscamante. Ella se echa para atrás sorprendida sin poder creer lo que sus oídos están escuchando. «Guau, es increíble», soltó antes de hacer una pausa dramática, «Increíble es lo que un hombre es capaz de hacer por sexo», sentencia, dejando en evidencia a Vicente. Por poco que ella le cierra la puerta de su recamara en la cara al cerrarla con despojo. Indignado, del otro lado de la puerta murmura por ella. «Estúpida monja. ¿Con quién fornica si no es conmigo?», susurra primero, «Malditas mujeres. Si sólo sirven para eso». En la mañana, Schmidt, muy a su pesar, lo lleva al cementerio de la ciudad para seguir con su investigación. Él desea saber quién es el asesino y la razón de su brutal proceder. Cualquiera creería que es imposible averiguarlo ahora luego de cuarenta años; pero él es optimista. En parte porque siempre cree que la vida le tiene preparada la gloria eterna entre los mejores escritores del mundo. Al llegar al cementerio habla con el sepulturero, Florian Blumenstein; un anciano de casi ochenta años que es claro que ya trabajaba allí cuando acontecieron los asesinatos. El problema es que la mente del anciano ya estaba comenzando a fallar. Mientras habla con él y le pregunta sobre el Jinete de Arnedo, se nota a flor de piel su nerviosismo; por las largas pausas que el viejo hace al narrar las sensaciones que vivió. Entre evidentes desvaríos de la gente mayor que Buscamante intenta ignorar, se apasiona con el ambiente lúgubre del trágico momento en el que encontraron la cabeza de la última víctima registrada del asesino. A pesar de estar lidiando más de dos horas con las historias secundarias del señor Blumenstein que, de manera grotesca, no aportan en absoluto al caso, se topa con una verdad reveladora: su hijo menor, Mats, es el niño que vio al asesino hace tantos años. Intrigado por conocerlo, le pregunta dónde vive. Su rostro de fastidio no tarda en aflorar cuando el anciano le cuenta que la casa de su hijo está del otro lado de la ciudad en la zona rural, pues sabe que tardará casi todo el día en llegar. Irritable y molesto, Buscamante deja el cementerio para emprender el viaje hacia las afueras de la ciudad donde vive el hombre traumatizado por un crimen atroz. En el camino le pide a Schmidt que se detenga. El carruaje abandona su andar y él se baja para luego sentarse al lado de su chofer. De la nada, comienza a parlotear hasta terminar preguntándole sobre su vida. El hombre se sorprende por ese súbito cambio de actitud de Buscamante. «¿De dónde ha nacido ese repentino interés?», pregunta entre risas nerviosas. «No se haga ilusiones, Schmidt; sólo quiero quemar el tiempo para no aburrirme con el largo viaje», se sinceró Vicente. Al indagar sobre lo que quiere saber sobre él, Buscamante le pregunta si ha tenido esposa. «Gracias a Dios, sí. Aunque fue hace mucho tiempo», comenzó diciendo, «Su nombre era Helena; bellísima mujer. De grandes modales y una personalidad tan especial que me enamoré de ella al instante de conocerla. Me dije: ‘Esa mujer debe ser mía. No puedo permitir que alguien la lastime’. Fue hermoso nuestro amor, hasta que…», el hombre guarda silencio y se oyen sus intentos por no llorar. «¿Hace cuánto falleció?», pregunta Vicente al darse cuenta de su emoción. «Hace… más años de los que me hubiera gustado vivir sin ella. No me reprocho nada, señor Buscamante. La amé hasta ese horrendo momento en el que la perdí», se lamentó especialmente conmovido y afectado por los recuerdos. Su voz temblorosa habla de lo mucho que la amaba, aunque también esconde un dolor que hasta el día de hoy no ha sanado. Buscamante asiente conforme con el relato de su cochero; a él le gustan las narraciones dramáticas y sentidas. Eso es, sin embargo, porque no es capaz de sentir nada parecido. «Es por eso que estaba tan incómodo en el cementerio», indaga Vicente, Schmidt asiente con pesar, luego Buscamante aflora su lado más cínico para aliviar la tensión. «Debo admitir me ha impresionado, Schmidt. Nunca lo vi como a un hombre demasiado romántico», le dice mientras le da un par de palmadas en el hombro. «Todo el mundo tiene secretos, señor. Incluso usted tiene varios que no se molesta en preservar», lanzó contestándole con su habitual sarcasmo. Ésta vez Buscamante no se exaspera con sus agrios comentarios. «Yo no guardo secretos, Schmidt; mi prometida conoce todas mis aventuras. Son su culpa después de todo. Por no darme lo que quiero», sentenció sin ruborizarse. Schmidt se queda helado al oír que la señorita Irizábal conocía de sus amoríos con prostitutas y mujeres de moral dudosa. «De verdad es como me la imaginaba: una buena mujer. Debería de cuidarl...», Buscamante se enfada con él y lo interrumpe alzando la voz sentenciando, «¡Esa insípida mujer es una estúpida, y usted lo será también si continúa defendiéndola! Detenga el carruaje que quiero regresar al lugar que me corresponde como patrón». Schmidt suspira agobiado por la prepotencia e injusticia de Vicente al hablar de Agustina. El resto del trayecto lo transitan con el peso de la incomodidad y un silencio culposo que duele de oír. Acaban los edificios y comienzan las casas y siguen sin llegar a destino. Terminan las casas y empiezan los ranchos y tampoco aparece a la vista la cabaña de Blumenstein. Hacia el atardecer, un diminuto punto rojo perdido entre las colinas se logra apreciar a la distancia; es el tejado de una humilde pero pintoresca cabaña en mitad de la inmensidad del campo. El carruaje frena y Buscamante se baja sin esperar que Schmidt le abra la puerta. Al decirle que lo acompañe el hombre se niega, argumentando que los caballos están deshidratados y que los llevará a un arroyo cercano para saciar su sed. Tal vez lo único que desea es recuperar un poco de aire y la paz que le quita viajar tanto con Vicente, que por ignorancia, se traga esa mentira. Buscamante toca la puerta de la cabaña y un hombre de unos cincuenta años la abre cautelosamente. «Hola, buenas tardes. Mi nombre es Vicente Buscamante. Seguro me conoce del diario El Zorzal Cantor», se presenta orondo ante un dubitativo campesino. «No, en realidad no lo conozco. ¿Qué quiere?», sentenció cortante. Vicente se siente herido en el ego, aunque no permite que eso lo incomode; su ferviente deseo de saber sobre el Jinete de Arnedo lo lleva a ignorar todo lo que no le sirve. «¿Es usted el señor Mats Blumenstein?». «No. Lárguese de mi propiedad», contestó al querer cerrar la puerta violentamente. Buscamante interpone su pie impidiéndoselo. «No mienta. Ya hablé con su padre, el sepulturero». «¡Me importa una mierda! Dijo que es periodista. Sé a lo que viene y no quiero, no me interesa y no necesito hablar de lo que ocurrió ese maldito día», verbaliza con nerviosismo. «¿Seguro que no necesita hablar de ello? Mírese… Un hombre de cincuenta años, soltero y viviendo lo más lejos que puede del pánico. No soy yo el que necesita ayuda aquí, señor Blumenstein», contestó Buscamante, jugando con la mente desesperada del hombre para arrearlo a su trampa; siempre se acierta al apuntar hacia el ego del otro y no a sus miedos. La alteración nerviosa de Mats se siente en el aire como una vibrante perturbación. Vicente lo ve y se apasiona nuevamente. Huele la historia como una dulce y amarga fragancia llena de inquietantes secretos que él desea develar. Él quiere conocer la excelencia de un relato oscuro que siente arrugando su pecho con ansiedad. Blumenstein abre su puerta con la agria sensación de estar siendo usado. Una vez sentados, no cómodos, empieza la verdadera charla. «¿Qué ocurrió la noche en la que fue muerto Jakob Deggendorf?», lanza sin reparos. «Usted no pierde el tiempo, ¿verdad, señor Buscamante?», contestó Mats con una sonrisa irónica. «Si no fuera así, no sería quien soy», sentenció Vicente. Su actitud pedante erosiona la confianza de Blumenstein. Sin embargo, el pobre hombre ya está en el vals y bailará con Buscamante aunque piense que es un déspota. Al suspirar hondo, con la respiración entrecortada con una congoja difícil de ver en un hombre adulto, narra, «Esa noche me había quedado trabajando con mi padre hasta tarde. Mi madre me estaba esperando cuando vi a ese tal Jakob Deggendorf gritando y suplicando piedad por su vida. El asesino lo miraba atentamente y le preguntaba una y otra vez si ellos habían tenido esa piedad con su esposa. El hombre lloraba arrodillado frente a él, pero el asesino no lo dudó; le arrancó la lengua con un gancho de carnicero y luego se lo clavó en la garganta. Ató el gancho con una soga y lo arrastró con su caballo varios metros». «¿Vio su rostro?», indaga Vicente. «Él me vio a mí. Era...», su pausa denota dolor. Las lágrimas inundan sus ojos abiertos por el terror. Vicente le insiste imperativamente para que continúe con su relato, sin sentir compasión del pobre hombre perturbado por las imágenes desgarradoras que pueblan con angustia su memoria. «El asesino era blanco y de ojos azules; de rasgos alemanes o británicos. En esa ocasión no logré ver bien el color de su cabello porque su cabeza siempre estaba cubierta. Sólo recuerdo que era joven. Estaría en sus veintes. Lo que jamás lograré olvidar es la enorme tristeza y odio que guardaba la profundidad en sus ojos. Eso fue lo que más me llenó de miedo, y empatía también». «¿Usted empatizó con el asesino?». «Si, yo… Estaba en un momento muy difícil de mi vida. Mi padre golpeaba a mi madre todas las noches. Yo quería evitarlo pero, ¿Qué podía hacer? Sólo tenía nueve años. Hubieron noches en las que desee ser como él: un asesino que purifica la ciudad de los abusivos. «Eso es interesante, señor Blumenstein. Aunque, ¿no le parece que es una actitud demasiado estúpida? Es un asesino, un criminal; no se puede ser amable y empatizar con alguien repugnante», sentenció Buscamante. «A usted le falta vida», contestó Mats. «Respecto al color de sus cabellos mencionó que, ‘en esa ocasión’, no logró verlo bien. ¿Después de esa noche volvió a ver al Jinete de Arnedo?». Mats respira profundo con una leve mueca de enfado, como si hubiera dicho algo que no debía. Al final termina sincerándose al contar que efectivamente lo había vuelto a ver en el cementerio un par de meses después; tal vez visitando a su esposa. «Si lo viera hoy en día, ¿lo reconocería?». «Lo dudo. Ha pasado tanto tiempo que…». «No juegue conmigo, señor Blumenstein; un trauma así es imborrable». «¡Si conoce la respuesta, ¿por qué pregunta?! Y-ya no soporto más esto. Lárguese de mi hogar», exclama Mats al levantarse de su asiento y enfilar hacia la entrada; para Buscamante, la salida. «¿Por qué se altera conmigo? Yo sólo intento esclarecer el hecho. ¿Qué, no le importa en lo más mínimo?». «¡¿Cree que no…?!», alza la voz alterado, al borde de un ataque de histeria, «¿Cree que no he intentado averiguar quién fue ese hombre? Toda mi adolescencia y juventud se la entregué al caso de la esquina del cementerio. Esas manchas rojas de la sangre alrededor de un corazón no es algo que se olvide fácilmente», sentencia atormentado Mats. Buscamante reacciona y le pide que repita lo que acababa de decir; nunca pensó que la esquina donde aparecían los corazones destrozados era la del cementerio, ya que en los periódicos decían que era la esquina entre las calles Arnedo y Salerosa, y al buscarlas en el mapa sólo Salerosa existe en Sta. Ava Caterina. «¿Mi padre no le dijo?», pregunta Blumenstein. «No me sorprende. Después de que él habló con ese hombre cambió totalmente. Dejó de golpear a mi madre y maltratarme a mí. No sé si es un mal hombre o uno bueno, pero… sí sé que es muy peligroso». «A mí, eso me alimenta y fortalece. Fue hace cuarenta años. ¿Qué puede hacerme ahora ese anciano? Si es que todavía sigue respirando». «No tenga dudas de eso. ¿No lee el periódico donde trabaja? ¿Cree que son casualidad los asesinatos que cada tanto ocurren en la ciudad? Lo conozco, y sé que ha cambiado su modo de hacer las cosas pero no sus intenciones. Ese asesino anda suelto y sigue haciendo de las suyas allí afuera; antes y ahora. Y si usted es el hombre que creo que es, está en grave peligro», advierte Mats. Buscamante no se da por enterado de nada. Entonces insiste con saber lo que su padre, el sepulturero, no le dijo cuando habló con él en la mañana. Allí se sorprende gratamente al descubrir que Arnedo es el nombre coloquial con el que los ciudadanos denominaban antiguamente a la calle que está detrás del cementerio, cuando era sólo un camino de tierra; por eso jamás la encontraría en ningún mapa o registro. Al ser construida, oficialmente pasó a llamarse Ortsand. «Después de todo, sí fue de utilidad ésta visita. Le agradezco enormemente, señor Blumenstein», concluye Buscamante. Mats se desespera por la personalidad de Buscamante, pero lo ve tan joven que desea ayudarlo. «Desconozco por qué le interesa tanto éste caso. Si es sólo para rellenar unos cuántos renglones en su columna del diario, déjeme decirle que no lo vale». Ególatra y narcisista, Buscamante responde, «Esa es mí decisión» y se retira de la cabaña. Una vez afuera, Schmidt le dice que deben darse prisa en retornar a la casa de los Buscamante porque hoy iban a brindar una fiesta con gente de negocios, y deseaban que el futuro matrimonio esté presente. Vicente ya resopla imaginando cómo será el resto de su noche, sonriendo y aparentando estar feliz al lado de Agustina. Apenas llega unos diez minutos tarde y recibe un regaño de su madre por dejar sola a su prometida. Él no tiene demasiados ánimos de estar en la reunión, donde la mayoría eran conocidos de su padre los cuales intenta convencer de invertir en su compañía. En lo único en lo que Vicente piensa es el seguir con su apasionante investigación. En medio de la fiesta, tratando de envolverse en el ambiente, ve a Agustina charlando con un hombre y se indigna. Abrumado por los celos va hacia ella y la abraza y besa sin permiso. Ella disimula su descontento con un rostro de alegría tan forzado que hasta ella nota lo penoso de la situación. «Ya veo que conoció a mi prometida. ¿Usted es…?». «Mi nombre es Fernando Martínez Patronelli. Es un placer conocerlo en persona, señor Vicente Buscamante». Vicente asiente con una sonrisa que lo deja ver como un tonto. Con aires de saberlo todo, habla con Patronelli con un tono de superioridad que asquea a Agustina. Cuando Patronelli le cuenta que ha escuchado muchas cosas sobre él y mira a Agustina de manera levemente cariñosa, él se altera. Se lamenta por no poder devolverle la gentileza de decirle que también ha oído de él. Patronelli asiente y trata de tomar sus palabras con humildad. Le cuenta que no le sorprende que no lo conozca, ya que es nuevo en la ciudad, pero que ahora son colegas en El Zorzal Cantor. Vicente no le presta demasiada atención y le habla en tono sarcástico y burlesco al cuestionarse los «impresionantes temas que debe de tocar». En el instante en el que le dice que ha escrito recientemente un breve artículo sobre el Jinete de Arnedo, su semblante le cambia por completo. Al adentrarse en la temática y lamentarse del error del periódico al darle tan poco espacio para desarrollar el caso, Patronelli reconoce que el diario estaba dispuesto a darle más de una página para contar su historia; fue él quien pidió un cuarto de página. Buscamante se extraña al oír eso, ya que para él esa nota, de haber sido más extensa, hubiera sido todo un éxito. Patronelli cuenta que ha empleado cinco años de mi vida estudiando el caso, y que al ir a fondo se topó con un muro inesperado. Buscamante se jacta de que en dos días ya había hecho avances sorprendente y que tal vez él no pudo romper ese muro por su carencia en experiencia y contactos. Agustina lo mira sintiendo vergüenza ajena; no puede creer que sea tan desagradable su persona. Patronelli sólo se limita a sonreír, y, viendo que él está tan apasionado por el caso del Jinete de Arnedo, decide darle un par de consejos. «Lo más importante para hallar a un asesino es la psicología. El saber cómo piensa, cómo actúa, ya que son psicópatas. No se obnubile con el personaje del jinete. Busque los nombres de sus víctimas. Aunque, para ser honesto, le diría que no lo haga. Un hombre con mi escasa y humilde reputación puede sobrevivir. Pero uno con la suya… lo dudo», sentenció. Vicente comienza a masticar bronca. No sabe porqué ese muchacho insolente le habla de esa manera; no tolera recibir un poco de su propia medicina. Tampoco soporta que hablen tanto de su reputación. Encolerizado, sostiene a Agustina de la muñeca hasta lastimarla, y se la lleva a un lugar mucho más apartado de la fiesta. «¿Qué le has dicho?», le pregunta con una tensión que antecede la violencia con la que él la mira y trata. «No sé de qué me estás hablando», responde Agustina con un nudo en la garganta. Buscamante no soporta más y la toma del cuello empujándola contra la pared. «¡Me tienes harto, porquería de mujer! No me importa mi reputación de mujeriego. Eres tú la estúpida que cargará con los cuernos. Pero no voy a tolerar que dañes mi reputación como periodista. Si lo haces, yo te mato». Buscamante le da la espalda y ella lo llama «cobarde». Él no se contiene y dando media vuelta la bofetea tan fuerte que queda tendida en el suelo, llorando. Al irse Vicente aparece Schmidt para ayudarla a ponerse de pie. «¿Qué he hecho para merecer esto?», le pregunta ella, «Mi vida será un infierno al lado de ese hombre», se lamenta al aceptar el pañuelo que él le obsequia para secar sus lágrimas. «No, mi niña. Yo hablaré con él para arreglar las cosas», sentenció con seguridad Schmidt. Al pasar la noche, Buscamante le pide a su chofer que lo lleve de vuelta a la biblioteca de la Universidad Cristóforo C. Rasmussen. A pesar de la primera impresión que le había dejado Patronelli, se quedó toda la noche pensando en lo que dijo y llegó a la conclusión de que tenía razón; debía investigar más la psicología del asesino. Una vez allí le agradece de nuevo su eterna cortesía al señor Gavrilenskiy y es asistido por Irina para encontrar los periódicos que hablen sobre las víctimas del Jinete de Arnedo. Queda en completa estupefacción al ver que hay artículos sobre ellos de antes de sus respectivos asesinatos. Torsten Brustwitz y Hélder Souza eran dueños de un antiguo burdel local. Jakob Deggendorf fue un comisario, dado de baja por el presunto encubrimiento de una red de tráfico de esclavas sexuales. A su vez, los tres eran conocidos de Arnau Castelldefels, un empresario dueño de una de las redes de transporte más grandes de la región. Su amigo y socio, Porfirio Alcaraz Llers, había llegado a la ciudad hacía muy poco para una importante reunión de negocios en la que estaría presente el ex secretario de seguridad de Sta. Ava Caterina. Su nombre deja atónito a Buscamante, ya que se trataba de Jaime Williams Gay; la cuarta víctima del Jinete de Arnedo. Sólo le falta hallar algo sobre Graham Richmont, y lo hace un par de minutos después, al toparse con el cruento asesinato de una mujer cuyo nombre jamás trascendió. Algunos decían que se trataba de una prostituta, pero una investigación más adelante se dijo que esa mujer había sido víctima de una violación en manada en una fiesta privada luego de ser secuestrada por Richmont, siendo asesinada más tarde por los reiterados abusos y golpes recibidos. Los siete hombres fueron encarcelados como cómplices de la violación y asesinato de la mujer, cuyo apellido de soltera fue lo único que se dio a conocer a la prensa. «Borrascosa», era el apellido de la mujer violentada. Los siete se enfrentaron a un juicio en el que enigmáticamente terminó con ellos exonerados. Un periodista de The Pigeon Fancier, denunció sobornos a entidades públicas para que alterasen las pruebas de su culpabilidad. Al poco tiempo comenzaron los asesinatos y el caso del Jinete de Arnedo se volvió, paradójicamente, más famoso que las atrocidades de las que se les acusaban. Vicente termina de leer los periódicos de la época y comprende lo que Patronelli le decía sobre la psicología del asesino; ahora sabe que él tuvo un motivo para cometer esos crímenes, y ese era más que claro. La mujer de apellido Borrascosa era la persona a la que él se dirigió al escribir con sangre en la entrada del cementerio que Dios tenga piedad de su alma porque sino no podrá verla en el cielo una vez que él muera. En el mensaje se leía un «mi amor», que ahora cobra sentido para Buscamante. Sólo una cosa no termina de encajar en el caso: ¿Por qué dejar el corazón de cada víctima en la esquina de las calles Arnedo y Salerosa? Vicente toma sus cosas y enfila para la puerta. Al salir de la sección ve a Irina sentada en su escritorio, algo molesta porque él no la había tratado como la vez anterior. Viendo el camino hacia otra fantástica conquista, otro trofeo en su larga lista de corazones rotos, se acerca a Irina para cortejarla. Al principio ella se rehúsa, peor él es un águila que sabe cómo cazar a su presa. Utilizando la desesperación de la mujer por cumplir con los estrictos estándares de la sociedad, le promete romper su compromiso fallido con Agustina para casarse con ella, argumentando que ha quedado obnubilado con su belleza sin igual y su cálida amabilidad que nunca ninguna otra mujer le ofreció. Ella duda sabiamente, pero cae en las garras de Buscamante. Al besarla apasionadamente la hace perder la cordura. Entregado al placer, las manos de Vicente cubren de caricias poco inocentes el cuerpo sediento de Irina. La lujuria consume sus mentes hasta mantener relaciones sexuales; hay mucha pasión entre ellos, pero el amor es un requisito elemental para que exista un después. Ella está más que predispuesta a ello, pero Buscamante sólo busca un nombre más en su larga lista. Al despedirse ella le obsequia una bonita sonrisa repleta de ilusiones. «¿Cuándo volveremos a vernos?», le pregunta ella. Él sólo responde que un día de éstos la llevará a uno de sus viajes; una mentira que no sólo corroe el corazón de Irina, sino la mente de Vicente también. Una vez afuera, Schmidt se da cuenta de lo que acaba de hacer, y guarda silencio. De camino al cementerio, Vicente le pregunta el porqué cree él que el asesino dejaría el corazón de sus víctimas en la esquina del lado de afuera. «Tal vez lo hacía a modo de dedicatoria para alguien de ese lado del cementerio. Y para que no sospechen lo hizo en la calle», opina Schmidt. Vicente asiente conforme con su teoría y le comenta que al final no resultó ser tan decepcionante compartir ésta aventura con él. Schmidt asiente feliz de servirle y lo lleva al cementerio para descubrir si hay alguna lápida de ese lado con el apellido Borrascosa. El trayecto se hace largo y tedioso, pero finalmente llegan a la esquina de las calles Arnedo y Salerosa, pero desde el interior del cementerio. Lápida a lápida, nombre por nombre, los dos caminan en línea recta hasta dar con la última piedra. Los ojos de Buscamante se salen de sus órbitas al leer el apellido Borrascosa inscripta en ella. Su sonrisa llena su rostro y hasta se emociona con su genialidad. Todo cambia cuando lee su nombre: «Helena», como la difunta esposa de Schmidt. Un escalofrío recorre toda su espalda como las garras de un demonio. Podría ser cualquier Helena, pero el silencio repentino de Schmidt sumado a su pesada respiración es demasiado sugerente. Al voltear lo ve a él, meneando su cabeza como si se lamentara por lo que está apunto de ocurrir. Buscamante se da cuenta de que todo éste tiempo había jugado al gato y al ratón creyendo que era el gato, cuando en realidad no era así. La oscuridad que rodea a Schmidt es abrumadora. Luego de tragar saliva un par de veces, Vicente logra desentumecer su garganta. «Todo éste tiempo fue usted, ¿cierto?», pregunta aterrado, con sus piernas temblando. Schmidt mira el suelo hasta alzar la vista lentamente y clavarla en sus ojos, sólo allí responde, «Yo la adoraba, señor Buscamante. Perderla a manos de esos hombres me partió el corazón. Yo sólo... quise que ellos sintieran lo mismo que yo. Amaba a mi esposa y la perdí. Otros la tienen y la deshonran, maltratan y torturan; no es justo. Y no puedo mirar hacia otro lado cuando despojan de su dignidad a una mujer inocente. Veo el rostro de Helena en todas ellas». «Usted se la da de moralista castigador. Un impío justiciero. Pero no es más que un maldito demente. Un psicópata enfermo. Dígame una cosa. ¿Qué hará ahora que yo sé su pequeño secreto, señor Justus Schmidt?», indaga Vicente tratando de llegar al fondo del asunto. «Si hubiese sido otro hombre y no usted, me hubiese entregado con muchísimo gusto. Ésta vida la he vivido con el único propósito de servir a otros. Pero mi existencia ha sido vacía y carente de sentido; como un jarrón al que se olvidaron de llenarlo con agua y sus flores se han marchitado. Ahora usted respóndame algo...», comenzó preguntando Schmidt. El silencio sepulcral del cementerio aumenta el pánico en la mente de Vicente. Dos hombres solos. No hay más testimonios qué oír ni testigos en el lugar. Su mano sudorosa frota su pierna con nerviosismo e inquietud; está tan perturbado, que los árboles parecen demonios abalanzándose encima de él. Finalmente, Schmidt toma aire llenando plenamente sus pulmones y pregunta con la calma de una mente tan fría, como su corazón sin Helena, «¿Cómo se lleva con su prometida, señor Buscamante?».


Demás está decir que he disfrutado escribiendo ésta historia. Ojalá la hayan disfrutado como yo. Como siempre digo: que la luz ampare su camino y la luz les enseñe a transcurrirlo. Hasta la próxima.

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