Los Enigmas de Sta. Ava Caterina - Los Ojos de Adabelle Wester

¿Qué onda, gente? Espero que estén muy bien, y si no, que esto los entretenga un breve espacio en el tiempo. Como dije: muchas cosas pasarán en Santa Ava Caterina. En ésta ocasión muy a mostrarles una historia que para mí es importante porque siempre me gustaron los romances góticos. Así oscuros, locos y tal vez enfermos. No sé qué tanto lo será éste en particular para ustedes, pero la idea está ¡ESHTÁ! Todo comienza con la joven Adabelle Wester: una niña que siempre aparentó ser normal, pero en su pasado vive el aterrador misterio que rodea a su padre ausente. Gracias a sus ojos, sus hermosos ojos color ámbar, Adabelle despierta pasiones poderosas en los hombres. Aunque muchos quieren poseer esos ojos, ella intenta abrazar al amor materializado en el joven Iñaki Cardedeu: hijo menos de una de las familias más influyentes de Sta. Ava Caterina. Ambos tendrán que luchar contra los oscuros secretos que abundan en ambas familias si quieren vivir en libertad el amor que comparten. ¿Elegirán el amor antes que el miedo? Que la curiosidad sea la llave de la historia.






   Los Ojos de Adabelle Wester   




    No hay lobos en la arboleda sobre Monspinna, y aún así, en la tierra se oye aullar; es el viento que cubre el bosque. Y sobre el suelo, el crujir de las hojas secas siendo pisadas sutilmente por una niña. Ella tararea una melodía alegre creada en su joven mente. Su sonrisa adorna el rubor en sus mejillas; es otoño y hace frío. No debería de estar afuera y mucho menos tan lejos. Su madre le dijo que hoy no saliera y aún así ella huyó para jugar alrededor de un árbol que llena de sueños sus ojos, esos ojos color ámbar tan hermosos que Dios le dio. Las tonalidades marrones y naranjas del paisaje combinan con ellos. Mientras corretea y llena de risas el ambiente que la rodea, juega a que está en un baile de gala. Se imagina su abultado vestido amarillo, finos guantes de seda blancos y un collar dándole vida a su elegante escote. Su madre trabaja para una acaudalada familia de Sta. Ava Caterina: los Cardedeu. Es por eso que ha sido invitada junto a su hija a éstas fiestas de gala, y la niña ha visto el brillo del lujo obsceno que engloban. Hasta piensa en el cortés y valeroso caballero que la acompaña en esa bella pieza de vals. Los compases de tres por cuatro se repiten en su mente al son de un cuarteto de cuerdas que evoca a los mejores compositores contemporáneos. Su mirada de pronto se pierde entre los árboles al escuchar un sonido inquietante y percibir la presencia de alguien observándola. En un segundo y sin entender lo que sucede, la niña se queda paralizada cuando un hombre encapuchado la sostiene de los hombros por detrás. «Mi querida Adabelle... no dejes pasar tu tiempo», le susurró al oído erizando su piel. Al voltear lo único que ve son dos grandes ojos sin rostro de color amarillo intenso brillando fuera de su capucha. La insólita criatura se abalanza sobre ella y con su boca llena de afilados dientes la devora de un mordisco. Un salto en la cama. Sudoración excesiva empapando las curvas de su cuerpo. Lágrimas de nerviosismo mojando sus labios; labios que hace tiempo no conocen lo que es la felicidad. Adabelle se despierta con el corazón latiendo en su garganta. El aire entra y sale de sus pulmones, corto y tan deprisa que causa un bendito bostezo que le ayuda a respirar. Tres golpes secos. De la puerta se oye una voz femenina preguntando, «¿Señorita Wester, se encuentra usted bien?». Es la señora Anna, la sirvienta de su madre y su niñera desde que tiene uso de razón. Adabelle responde que sí y que puede entrar. La mujer pasa el umbral de la puerta con una caja de regalo. Ella es gentil y comprensiva. Su cabellera de oro hace un tiempo que ha comenzado a teñirse de plata. Las heridas del tiempo, cuando son adornadas por una sonrisa mansa, irradian una incomprensible sensación de paz; si alguien que ha vivido tanto en ésta tierra inclemente aún posee la bella capacidad de sonreír, siendo joven, sólo se puede ser optimista. Anna se había preocupado por los gemidos quejumbrosos de la joven Adabelle. Sin embargo, al verla comprimir y curvar sus labios con pena, se da cuenta inmediatamente de lo que ha ocurrido. «¿Otra vez tuvo esa pesadilla sobre su infancia?», pregunta Anna. «Si.. Aunque ésta vez se sintió mucho más real», contesta Adabelle. En un instante, sus bellos ojos se pierden entre las sábanas; es costumbre en ella quedarse callada de repente y con la vista extraviada en sus propios pensamientos. Sus conocidos piensan que sufre de desvaríos, pero no es así; la joven Wester es especial. Ella también padece de misteriosos lapsos de hipersensibilidad. Sus pies descalzos se hunden en los pelos de la alfombra con éxtasis; a veces hasta siente los pasos de las demás personas a su alrededor. En sus ojos, un dolor punzante se siente cuando la luz de la estrella mayor reflecta en las paredes blancas de su cuarto. Sobre su piel percibe un cosquilleo al presentir que alguien la mira. En el momento en que el silencio perturba la naturaleza ruidosa de la gente, ella puede oír a las hormigas caminar, a las polillas aletear y a las mantis devorando a sus parejas. Tímida como es, ella duda en contar todo lo que siente, así que sólo se limita a soportar esas anormales sensaciones y también las burlas de aquellos que no comprenden su padecimiento; Anna es la única que realmente lo hace. Al apoyar la caja de regalo sobre la cama de Adabelle, la joven le pregunta de quién es. No le contesta inmediatamente. Sólo le entrega la nota que venía con el paquete; aunque la mueca pícara que intenta y no consigue disimular la delata. El detalle es de Iñaki, el hijo menor del matrimonio Cardedeu. Anna sabe que a ella le gusta el joven y la insta a decirle lo que siente. Él es el típico muchacho de la alta sociedad con una educación refinada y modales perfectos. Pero a diferencia de su hermano mayor, Fréderic, él siempre ha sido mucho más aventurero. Su lado más rústico y varonil es lo que Adabelle admira más; mientras que es la principal razón de sus incontables desencuentros e intensas discusiones con su familia. El obsequio es un elegante vestido amarillo y un collar de perlas. La tarjeta dice, «Para Adabelle. Ansío verte brillar por fuera como lo haces por dentro. Con cariño, Iñaki». Ella lee esta breve línea con entusiasmo; pobre en letras y tan rica en significado, pues sus manos tiemblan ligeramente con la emoción. El presente del joven Cardedeu es para la fiesta que su familia dará en consigna de presentar el compromiso de Fréderic con Carmina Robledo Salazar; la hija de un importante político que está en carrera por la alcaldía de Sta. Ava Caterina en las elecciones de 1912. Adabelle está más que ilusionada con ese maravilloso día. Los preparativos de la fiesta están a cargo de la madre de Adabelle: Linda Wester. La presentación del compromiso matrimonial tiene al hijo mayor de la familia bastante ajetreado. Sobre la tarde, Iñaki va con su hermano para tratar de sacarlo de ese estrés del compromiso y la futura boda. Al tocar la puerta y su hermano decirle que pase, Iñaki saca una botella de coñac con unos chocolates. A su hermano no le hace demasiada gracia. «¿Cuándo madurarás?», exclama sin reparos. La mirada de Iñaki va bajando lentamente a medida que su pecho se desinfla. Está algo decepcionado de siempre ser el que parece sobrar en la casa. Fréderic nota que su hermano se ha deprimido por su comentario y le sigue la corriente para contentarlo. Mientras se agasajan con los bombones y disfrutan del coñac, Iñaki le comenta sobre el regalo que le ha hecho a Adabelle. Los ojos de Fréderic se iluminan al oír el nombre de la señorita Wester, a pesar de que le moleste sobremanera que su hermano sí puede darse el lujo de mostrar en público ese interés en ella. «¿De qué color es el vestido?», indaga Fréderic. Iñaki responde que es amarillo y su hermano replica con la voz aireada, casi como un suspiro lleno de gracia, «Como sus preciosos ojos». Jamás se lo ha dicho a nadie, pero él está secretamente enamorado de Adabelle; o mejor dicho, de sus impresionantes ojos color ámbar. Desde niños, él buscaba cualquier excusa para acercarse a ella y admirar sus ojos con placer. Por años ha idolatrado los ojos de Adabelle hasta el punto de la obsesión. Más allá de toda esa avalancha de sentimientos insanos, siempre se ha mantenido sereno frente a la posibilidad de que otro hombre intente cortejarla; la extraña personalidad de la joven ha repelido a todos sus pretendientes. Ahogadas las chances de que ella logre entablar relación con algún hombre, el único que se ha mantenido firme a su lado es Iñaki. Para Fréderic, su hermano no representa una gran amenaza por considerarlo un alma libre que carece de la noción de la responsabilidad; toda su vida ha huido de los compromisos. Los sucesos en la vida son como los rayos: uno nunca sabe dónde ni cuándo caerán. Una mirada mansa y desinteresada se transforma. Al alzarse irradia odio. La constricción de un puño cerrado es lo único que logra domar el cólera de un monstruo con forma de humano. Es Fréderic que casi le da un infarto al oír de la boca de Iñaki que en la noche de la fiesta se le declarará a Adabelle y le propondrá matrimonio. De pronto todo el muro que preservaba a su preciado tesoro se derrumba. «Adabelle, tu mirada debe ser mía y sólo mía», piensa mientras habla con su hermano. Pero no puede decirle semejante revelación. Desesperado, piensa cómo podría separarlos. Le carcome la conciencia no hallar una buena razón para ello. De manera ruin y canalla intenta convencer a Iñaki de que su matrimonio con ella no prosperará porque no gozará de la bendición de sus padres. Eso tiene el efecto contrario al que busca en él, pues su rota relación con ellos hace que eso no sólo no le importe, sino que sea de su agrado retratar ese momento en su mente. El miedo no le permite a Fréderic ver las cosas con claridad. Iñaki se retira emocionado por imaginar el momento en que le pedirá a Adabelle que sea su esposa, mientras su hermano se pone a trazar un macabro plan que arrastra a su propia alma al gehena; al fondo de ese cruel abismo lleno de desesperanza y oscuridad que lo empuja a convertirse en un demonio. «Tus ojos, Adabelle, mis hermosos ojos ámbar... no pueden ser de nadie más», piensa Fréderic, llevándose las manos al rostro frotando el cansancio en sus ojos. Una obsesión; un veneno. Ni él comprende la magnitud de lo que siente, pero le arde en el pecho, con oscuridad en su mirada. Mientras los demonios urden su engañoso entretejo sobre la mente del mayor de los Cardedeu, Adabelle ayuda a su madre en los preparativos de la fiesta del domingo. Un estante flojo es cómplice de un fortuito encuentro. A punto de caer sobre la cabeza de la señorita Wester, una mano amable y preocupada previene el accidente sosteniendo el estante, mientras la otra mano sostiene la espalda de Adabelle para que no se caiga de la escalera en la que está parada. «Perdone mi torpeza, joven señor», se disculpa ella; feliz al mismo tiempo de ver que se trata de Iñaki. «¿Cuántas veces tendré que pedirte que me llames por mi nombre? Somos amigos de la infancia», replica él, obviamente, como una simple excusa; lo único que desea es oír su nombre en la dulce y apacible voz de Adabelle. Ella, sin embargo, lo mira algo distante. No porque no desee ser más cercana con él, sino porque lo ve como aquel tesoro en un sueño el cual no importa qué tan fuerte sostenga en su mano, al despertar sabe que desaparecerá. Iñaki ve el silencio de Adabelle y sabe que le ha incomodado. Con tranquilidad pero contundencia al hablar, le pronuncia con un enigmático, «Pronto me entenderás». Ella de momento no lo comprende, pero siente una brisa de aire fresco desempolvando sus anhelos de niña. De nuevo en casa, Adabelle cena junto a Anna en la misma mesa. Le pregunta sobre su madre y la respuesta es la misma que ha sido cliché durante años: «Hoy no cenará con nosotras. Tiene mucho trabajo»; y la cena continúa. Para la joven, su sirvienta es más su madre que su propia madre. Anna, cuando dejó Rusia hace más de treinta años, lo hizo con las nobles y humildes intenciones de frenar las desgracias que pueda del mundo. Al llegar a Sta. Ava Caterina conoció a Linda Wester, la madre de Adabelle, que la contrató para cuidar de su hija mientras ella trabajaba excesivas horas abusivas. Aunque fue gracias a eso que logró acomodarse en el estrato medio de la sociedad. Por desgracia para esa gente, son víctimas de un constante maltrato desde ambos extremos. Para el proletariado son de la «burguesía», y para los de alcurnia, son una «fina servidumbre». ¿Cómo podrían ser las palabras de un mundo de naturaleza cruel? La respuesta es clara. En el chiquero de éste triste mundo cada quien vela por sus propios intereses. Los padres de Iñaki no toleran la idea de que alguno de sus hijos manche el nombre de la familia desposando a cualquier mujer. Aunque, si de alguien esperan decepcionarse, ese alguien es Iñaki. El joven lo tiene bien asimilado, y se esmera en darles a sus padres lo que esperan de él. Mientras duerme en su recámara, piensa en Adabelle de una forma tan idealizada y ciega de amor, que se entiende que ella es la excepción a sus caprichos rebeldes; la ama, y la ama de verdad. Al día siguiente, y con la fiesta a pocos días de llevarse a cabo, las tensiones comienzan a crujir en la mente de quienes tienen planes a futuro. Tan servicial y trabajadora como siempre, Adabelle asiste a su madre mientras tienen una breve charla. En medio del cotilleo ruidoso y risueño de dos mujeres solas, la joven se queda en silencio pensando en Iñaki. Juntando todo el valor que puede cargar en su introvertida persona, se lanza a la aventura de preguntarle a su madre qué opina sobre una relación de ella con el joven Cardedeu. El rostro de su madre se opaca. En su respiración se oye enfado. Adabelle cierra sus ojos y aprieta los dedos de sus manos y hasta los de sus pies lamentándose por no haber mantenido su boca aislada de su soñadora mente. Luego de esa larga e incómoda pausa que las distanció un mundo estando a un metro, su madre responde, «No podrían». Lisa y llanamente. El resto es silencio sin una explicación. El amor que le tiene a Iñaki la vuelve osada de repente, y se atreve a hacer otra pregunta más, «¿Por qué no podríamos?», dejó salir de sus labios con timidez. Es tan simple esa pregunta. Tiene pocas letras. Pero genera un sinfín de preguntas y cuestiones en Linda; que resume todos los problemas en la madre de Iñaki Cardedeu, Montserrat Cubélls de Cardedeu. Ella es una mujer para nada sentimental. Su gélido corazón se ha enriquecido a base del dolor. Muchos ven a Guillem Cardedeu como un implacable político y hombre de negocios. Pero la verdadera razón de su éxito es su esposa. Que durante treinta años le ha comido el oído lavándole el cerebro hasta convertirlo en lo que ella quiso que fuera. Montserrat, además de ser una fría y distante madre que jamás ha siquiera abrazado a ninguno de sus hijos, es calculadora en el instante en el que no desea perder el control de su vida y la de su familia. Su racismo y xenofobia la han caracterizado. Todo lo bueno debe ser hermoso. De piel blanca, cabello castaño claro y esbeltos ojos color ámbar, Adabelle es el estereotipo de belleza que a Montserrat le agrada, pero tiene un detalle que a través de su turbio velo se vuelve imperdonable: no posee un noble linaje. La nobleza de su corazón no le alcanza a la madre de los Cardedeu; que padece de un grave problema de clasicismo. Si los Robledo Salazar hubieran tenido otra hija que esté soltera, ya la hubiese casado con el joven Iñaki. Siendo su completo opuesto moral, su hijo menor es su mayor vergüenza; al punto de desear que muriera en el parto. Lo único que apaciguó su resentimiento contra su propio hijo, es que él es una eminencia médica reconocida y galardonada por sus profesores de la Universidad Cristóforo C. Rasmussen. Linda le pide que por su propio bien se distancie de Iñaki, ya que su madre percibe sus sentimientos por ella y le generan rechazo. Adabelle lo niega, su madre le dice que es demasiado evidente que el joven está perdidamente enamorado de ella. Más allá de todas las advertencia de su madre sobre lo peligrosa que puede llegar a ser Montserrat Cardedeu, Adabelle sólo oyó en su mente que Iñaki está enamorado de ella. De regreso a casa, en el camino se imagina una vida al lado del joven Cardedeu. Nublada por los sueños y el perfume dulce del romance, no ve a la señora Cardedeu venir de frente y termina chocando con ella. No importa cuántas veces se disculpe, Montserrat no deja de mirarla con asco por haberla tocado. Más allá de su intimidante mirada, su actitud se mantiene calma cambiando radicalmente. Esa repentina amabilidad le da más pavor todavía. «Querida Adabelle. Justamente vengo de hablar con mi hijo sobre ti», le dice con una sonrisa que oculta su desagrado en la resolución de aquella charla. «Espero no causarle problemas al señor Iñaki», responde. Montserrat se muestra extrañada por esa contestación, ya que, en realidad, se refería a Fréderic. «No sé qué fue lo que le sucedió. Me habló sobre romper su compromiso con Carmina. ¿Sabes algo al respecto?». Adabelle no comprende porqué le está diciendo todo eso y se mantiene callada. Su silencio le otorga injustamente la razón a Montserrat, que al verla apenada, cambia nuevamente todo el aura que la rodea. Se acerca a su oído y le dice, «Conozco a las de tu clase. Y te advierto que no soy de las que pierden». Adabelle se estremece de miedo. No hay luz en los ojos de Montserrat. En su voz se oye sinceridad, una muy perturbadora sinceridad. «Vive la vida, Adabelle. Tal vez no lo creas pero estimo a tu madre. Me es útil. Es una sirvienta humilde y refinada. Tú podrías ser igual y buscar a un hombre mucho más… de tu clase», sentencia la señora de Cardedeu antes de enfilar hacia su habitación. La señorita Wester queda devastada. La ansiedad y los nervios la corroen enterrando sus anhelos nuevamente. Esa noche, fue la peor en mucho tiempo para ella. Una pesadilla atormenta sus horas de sueño con visiones escalofriantes. Sueña con una bestia monstruosa de diez pies de altura y apariencia de oso. Sus patas se asemejan más a las manos de un humano. Y sus garras a las de un felino. La bestia corre por las calles de Sta. Ava Caterina devorando personas para saciar su hambre y sed de sangre. Sus mordiscos arrancan miembros enteros. Sus afiladas garras le abren el pecho a un hombre que la mira atragantado con el pánico. De pronto, la bestia voltea y la mira a ella. Adabelle corre lo más rápido que puede, y sin saber cómo lo ha hecho, en una de esas supuestas incongruencias que el mundo onírico suele tener, se halla a sí misma de pie frente a un frondoso roble de tres troncos entrelazados. Al tropezarse con una de sus raíces crecidas fuera de la tierra, ella cae entre la alta vegetación que rodea al árbol. La monstruosa criatura camina lento y constante hasta estar cara a cara con ella. En un segundo, arremete contra ella para deglutirla con sus abominables fauces. Pero nada ocurre. Adabelle sigue en el mismo sitio al lado del roble. Por un mísero instante todo parece haber terminado, hasta que entra en pánico nuevamente. La bestia tenía sus ojos hundidos y brillaban en un intenso color ámbar. El monstruo ha desaparecido, porque el monstruo es ella. Palpitaciones incontrolables. Su respiración se nutre de las pausas en su incontrolable congoja. Está sentada en su cama y no puede despegar sus temblorosas manos de su rostro empapado en lágrimas. Cuando finalmente lo hace, siente sus sábanas mojadas con un líquido viscoso de olor metálico. Al verse las manos están completamente rojas. Manchadas con sangre desconocida. Adabelle entra en pánico y al estar a punto de desmayarse, pega un grito ensordecedor que despierta a su madre y a Anna. Las dos entran a la habitación con el miedo a flor de piel. Sin embargo, al verla en medio de ese charco de sangre sobre su cama, no dicen nada. Ni siquiera se sorprenden. Sólo se lamentan en el alma porque el momento ha llegado. La verdad llegó de improvisto; antes de tiempo. Adabelle se queda viéndolas en estado catatónico. Su cerebro no alcanza a comprender la cruenta escena y, para dejar de sufrir, se apaga. Como el fuego de una chimenea al que le han cerrado la boca y se ahoga con su propio humo. Al despertar del desmayo, las imágenes de los crímenes que ha perpetrado pueblan su mente hasta llevarla al borde de otro ataque de pánico. Todo se calma cuando Anna la sostiene por lo hombros y le dice que no se preocupe, porque todas las inquietudes que le aquejan serán saneadas por la omnipotente verdad. Mientras bebe el té de valeriana que Anna amablemente le hizo, oye atentamente una revelación que la deja absorta; la identidad de su padre. Linda jamás quiso hablar sobre él a pesar de que Anna le ha estado insistiendo desde que Adabelle comenzó con sus maliciosas pesadillas. Linda, convencida por Anna, le cuenta a su hija de cuando era joven y se enamoró de un apuesto hombre en su Mánchester natal. Aquel misterioso hombre provenía de Rusia, y esta en la ciudad como parte de un negocio; o al menos eso fue lo que le dijo a ella. En medio de un romance apasionado, ella quedó envuelta en una matanza; una verdadera carnicería, pues el hombre de Rusia no era alguien normal. El disgusto de tener que recordar y narrar su pasado se refleja en el rostro de Linda, que debe ser constantemente inducida por Anna a seguir la historia. El nombre del padre de Adabelle es Nikolay Medvedov. Su naturaleza apacible durante el día era la antípoda por las noches. Autor de varios asesinatos por toda Europa, embarazó a Linda para que diera a luz a su «sucesor». Perdió el interés en ella apenas nació; al descubrir que era una mujer y no un varón como dicta la tradición de su gente. La razón de las extrañas visiones y recurrentes pesadillas que padece Adabelle es la sangre sobrenatural de Nikolay; que a su vez él heredó de su padre. Todos ellos pertenecen a una larga dinastía de «cambiantes»: hombres que se convierten en criaturas sobrenaturales. Normalmente, los cambiantes son hombres, ya que se necesita de una hormona como reactivo de la mutación. Aunque en muy raras excepciones nace una mujer que consigue la mutación por medio de la adrenalina. Normalmente, los cambiantes son hombres, ya que se necesita de una hormona masculina como reactivo de la mutación. Aunque en muy raras excepciones nace una mujer que consigue la mutación por medio de la adrenalina. El estado de estrés en el que Adabelle ha estado éstos días con sus pesadillas la dejaron al filo del precipicio. Bastó con el vil desencuentro de ayer con la señora Cardedeu, para terminar de empujarla hacia el abismo de la bestia en su interior. El sueño de ésta fatídica noche no fue una mera invención detallada por una mente prodigiosa; la sangre en la que despertó es la de las víctimas que devoró mientras se encontraba transformada. Al oírlo de la boca de su madre, Adabelle vomita. El asco que se provoca a sí misma es demasiado como para soportarlo, y comienza a llorar. Anna la consuela, pero nada es suficiente para calmar el dolor de haber asesinado y consumido seres humanos. De pronto, ya no solo ve a sus sueños ser enterrados, sino que también se ve a sí misma secuestrada; presa de su propio juicio. No deja de pensar en Iñaki en ningún momento. Su corazón se comprime al buscar con desesperación una simple excusa para dejar de soñar; si no fuera por su amor por él, ya se hubiera entregado plenamente a sus pensamientos suicidas. Adabelle desea saber más sobre su padre y le pregunta a su madre si está vivo y cuándo fue la última vez que lo vio. La señora Wester no responde. Ya ha hablado mucho más de lo que jamás creyó que se atrevería, pues su historia con Nikolay le genera un gran dolor en el pecho. Ese romance prohibido ha sido lo mejor y lo peor de su vida; ahora es sólo escozor. Un llanto contenido, una infame decepción. Así que le responde que ya han hablado lo suficiente y que debe aceptar lo que es. Su insensibilidad hiere a Adabelle en lo más profundo e irrita a Anna. La fecha de la fiesta de compromiso de Fréderic Cardedeu se acerca, y la joven Wester no puede salir de su cama. Anna la entiende y se queda a su lado para que su soledad no se emulsione con los espurios impulsos de su lado sobrehumano. Avanzando las horas sobre el día y sin poder dejar de llorar, la joven recibe una grata visita; Iñaki está parado detrás de su puerta preguntando por ella. Al oír su voz, de pronto toda la angustia desaparece. De un salto sale de la cama y manotea su cepillo, preocupara por el desorden en su cabello olvidándose de sus ojos y nariz enrojecidos por tanto llanto. Él espera unos breves segundos antes de preguntar si se encuentra despierta. Ella le pide que espere un poco más; que pronto podrá verla. La vorágine de sus manos al peinarse y cambiarse de camisón, de uno más cómodo a otro más presentable, la deja agitada, exhausta. ¿O es su inquieto corazón, al estar a punto de dejar a Iñaki entrar a su habitación? Es un lugar sagrado para cualquier chica. Sobre todo si quien desea entrar es su enamorado. Al pasar, él la ve sentada en su cama y se acerca con pausa, tímido, tratando de no mirar demasiado a su alrededor, para no incomodarla irrumpiendo en sus aposentos de forma brusca. El problema es que tampoco puede mirarla a ella sin acelerar sus propias pulsaciones; sus hermosos ojos lo intimidan. Adora mirarlos. Pero a diferencia de otros hombres que no pueden dejar de contemplarlos, él se niega a que eso sea lo único de ella que le importe. En cambio prefiere oír su voz calma y alegre. Esa voz calma y alegre que parece haberla abandonado hoy, pues no se siente lo mismo estar con ella así. Al entregarle el ramo de flores que le había traído le pregunta por su estado de salud. Ella le responde que se siente bien; sólo algo mareada. Se rehúsa a decirle la terrible verdad que agobia su vida. Teme que piense que se ha vuelto demente. El miedo al rechazo siempre punza más que lidiar con los problemas y Adabelle está segura de poder soportar más las heridas en su mente que las cicatrices que él puede dejarle en el corazón. Apagada, como una luciérnaga moribunda que ya no desea ni volar ni brillar, acepta el buquet con una leve curva en sus labios. Iñaki se agacha delante de ella hasta apoyar una rodilla en el suelo. Hasta que los dos estén iguales y su mirada pueda conectarse directamente. Ella retrocede sutilmente, completamente ruborizada. Él, haciendo un gran esfuerzo, la mira a los ojos para preguntarle lo que realmente le está sucediendo. «Siempre podrás contar conmigo. Sin importar lo que sea. Sin importar el dolor que tengamos que compartir. Siempre estaré a su lado», le dice al acercar su mano a la de ella. En esa posición, arrodillado ante la mujer que ama, se siente tentado a proponerle matrimonio allí mismo. Pero no tiene el anillo en su persona. Además de creer que es cobarde hacerlo a solas, sin la vergüenza de mostrarse desnudo ante los demás y pagar el precio de oír las voces que no aprueban lo que a él lo haría infinitamente feliz. Ella percibe todo a su alrededor como si estuviera sentada sobre una nube. Como por arte de magia, todas las sensaciones que suelen atormentarla desaparecen entre las palabras de Iñaki y su boca que ella mira con deseo. Pero, teme. Teme que todo sea uno de sus sueños que se convierten en pesadillas, y al despertar, todo siga bajo las mismas sombras en las que acostumbra vivir. De pronto entiende que ésto sí es real, y la verdadera pesadilla regresa a su mente para fastidiarla. Siempre ha añorado, con fervor, oír esas palabras de Iñaki. Ahora que las tiene finalmente y puede hacer con ellas lo que desea, se niega a involucrarlo en algo tan ruin y macabro como es su condición de cambiante. «Creo que no deberíamos de volver a vernos», lanza de improvisto y sin sentido. Iñaki primero cree, o desea creer, que es una broma de mal gusto. Sólo alcanza con ver los preciosos ojos de Adabelle haciendo fuerza para no seguir llorando para darse cuenta de que es cierto. No se puede creer que alguien pueda llorar tanto sin colapsar, pero aunque parezca irónico, detrás de ese llanto hay mucha fuerza. Iñaki respira entrecortado. Sus ojos se tornan brillantes por las lágrimas que asoman y no terminan de salir. Entonces se da cuenta, en una pequeña parte, de lo que está sucediendo. «¿Mi madre te dijo algo?», pregunta dejando a Adabelle sin palabras, «¿Tu madre te dijo algo? ¿Mi hermano? Adabelle, no importa lo que digan los demás. Sólo lo qué desees hacer tú. Yo estoy seguro de lo que quiero», sentencia Iñaki con contundencia. Los ojos de ella revolotean perdiéndose en su rostro. Lo mira distante y cerca a la vez. Con deseos de lanzarse sobre él y morir en sus brazos o simplemente morir. No sabe qué hacer. Necesita saber con firmeza lo que ambos están haciendo florecer en el aire. Al preguntarle a Iñaki lo que quiere decir, él responde, «¿Tú qué crees?», con una clara invitación en su mirada. Ella abandona sus miedos, y al menos por un segundo, decide entregarse al instinto de la bestia en su interior, usando lo mejor que tiene para ofrecerle. Sostiene el rostro de Iñaki con ambas manos y lo besa mientras respira, recuperando el aire que pierde en el trayecto. Él le corresponde con el mismo ímpetu, abrazándola delicadamente. Todo ocurre mientras un hombre sin rostro los observa espiándolos por la ventana entre abierta de la habitación. Los jóvenes consuman su beso apasionado que no alcanza para mostrarle al otro todo lo que tienen para dar. Adabelle indaga sobre qué lo llevó a venir a su casa, y él contesta que notó su presencia y al ver la tristeza en el rostro de su madre, Linda, sintió la necesidad de verla. Sin arruinar la sorpresa que le tiene preparada para la fiesta, Iñaki se queda un rato más y se retira al hacerle prometer que irá a la fiesta con el vestido que le ha obsequiado sin miedo al qué dirán. Ella acepta, y aunque en su interior siente que algo estropeará su momento, realmente sueña con que puede darse el lujo de tenerlo a Iñaki, al menos por un día. Él, ya seguro de lo que ella siente, se retira lleno de gracia, agradeciéndole a Anna por su hospitalidad. Ella ve la sonrisa con la que él se marcha y sabe que hallará a Adabelle sonriendo también. No todos están tan felices como los dos jóvenes enamorados. En casa de los Cardedeu, Montserrat recibe al hombre que había contratado para seguir los pasos de Iñaki. Cuando éste le cuenta que lo vio besándose con Adabelle en la habitación de la joven, entra en cólera y abofetea al espía que había contratado, por no haber hecho nada para separarlos. Teme que haya consumado el acto «grotesco y repulsivo» de tener sexo con una plebeya. Con una histeria desmesurada, rompe todo lo que tiene al alcance de su mano. Lo maldice a él por haber nacido y a Dios por haberlo hecho nacer «fallado». En ese ínterin llega Fréderic y la consuela, preguntándole qué había ocurrido que fue tan terrible para que ella esté así de alterada; a punto de entrar en estado de pánico. No tarda en hacerle saber que su hermano se estaba, «revolcando con una criada», que de su rostro se desprende la máscara de hombre y revelando al demonio en su interior. Inmediatamente sabe que se trata de Adabelle. Ve sus bellos ojos mirando a Iñaki y no a él y no lo puede soportar. Le arde. Le quema en el pecho su traición. Como si ella fuese, de manera inobjetable, de su absoluta posesión. Extenuados por la desoladora tragedia que resulta para ellos que dos personas se amen de verdad, se unen para conspirar en su contra. Cada uno con un interés distinto. Adoptando el papel de psicópatas sin esforzarse, evitan dar la impresión de incomodidad frente a Iñaki y Adabelle hasta ver consumado su plan. El día llega. La fiesta está próxima a embelesar con su perfección, los ojos de sus invitados; y Adabelle se prepara para embellecer la fiesta con sus ojos ámbar. Asistida por Anna, que no puede evitar llorar de la emoción de ver a su querida Adabelle tan madura y esplendorosa, ella viste el obsequio de Iñaki con porte y elegancia. Ella no se «arregla» para salir, sino que resalta sus mejores atributos. Porque sólo se arregla lo que está roto, y ella se ve entera a pesar de todo. Anna ultima algunos retoques y al ver el entusiasmo en su rostro, no puede evitar decirle lo hermosa que se ve. Ella se lo agradece, y nota algo más atorado en su garganta. Anna no desea platicarle sobre ello ahora, «Es tu noche», contesta al ser preguntada. Adabelle insiste. Anna respira profundo y duda si contarle o no los lazos que guarda con ella y que ni su madre sabe. «Ya te he contado que vengo de Rusia como tu padre, ¿cierto?», comienza diciendo. Adabelle asiente y cuando Anna está a punto de contarle un secreto que ha guardado durante toda su vida, Linda golpea la puerta y las interrumpe. «No importa. Luego de ésta noche te contaré la razón de porqué me fui de mi tierra y de porqué te amo tanto, hija mía. Mi preciosa Adabelle», sentencia. Dejando a la joven Wester extrañada por su forma de hablar, y maravillada con su acento extranjero que siempre le pareció tan familiar, tan cálido y cercano. Mientras le coloca el collar de perlas, Linda entra a su habitación y les anuncia que el auto que Iñaki había enviado para su llegada en tiempo y forma, las estaba esperando afuera. Al llegar a la mansión para acudir a la gran fiesta de compromiso de Fréderic Cardedeu, Adabelle se baja del auto, cuando repentinamente el chofer les comunica a Linda y a Anna que la señora Montserrat deseaba hablar con ellas. Ambas se sorprenden, pero aceptan amablemente su invitación, diciéndole a la joven Wester que se reencontrarían más adelante en la fiesta. Ella asiente y enfila hacia las escalinatas blancas que llevan hasta la imponente entrada tallada. Allí, oye un breve silbido. Ella se da vuelta y ve que se trata de Iñaki, que, juguetón como es él, la trata como si no la conociera. «Mira con qué belleza me he encontrado vagando por aquí. Creo que me la voy a quedar», se expresa. «El otro día no te veías tan seguro. Tus labios temblaban más que los míos», contesta de manera audaz para alguien tan tímida como ella, aunque evita hacer contacto visual con él y sonríe sutilmente con nerviosismo. Él se lleva el dedo apoyándolo sobre sus propios labios diciéndole que guarde silencio. «No me delates», susurra Iñaki, «Tengo una reputación qué mantener». «¿Con quién? ¿Cuántas pretendientes tiene, joven señor?». Él la mira fijamente a sus exultantes ojos y responde, «¿Que me importen…?: Una». Al extender su brazo, ella lo toma con fuerza como si lo necesitara para seguir caminando. Todos los ven y murmuran a sus espaldas. A la fiesta fueron invitadas algunas familias de la clase media ya que a los de la créme les gustaba burlarse de ellos por su forma de hablar y de vestir; los usan maliciosamente como arlequines para su entretenimiento. Sin embargo, los menos agraciados de la fiesta sonríen con regocijo, engrandecidos porque una de su clase, toma el brazo del joven señor. Las damas de alta sociedad la miran con envidia y resignación, al tener que caer a sus pies por lo hermosa y deslumbrante que se ve. Los dos se mezclan entre las parejas que danzan en el centro del salón. Se adentran al vals y comparten su primera pieza, con júbilo. Los ojos de Adabelle lo hipnotizan. Está encantado como una serpiente imitando sus movimientos. ¿Quién está tocando la música? Ni ellos lo saben. Porque de pronto todo el mundo desaparece para que ellos puedan bailar a sus anchas sobre el refinado suelo del gran salón de fiestas de la mansión de los Cardedeu. Todo es perfecto; demasiado para ser ellos quienes están felices. Impulsado por el ambiente dulce y gentil que lo rodea, Iñaki deja de bailar y se arrodilla ante ella. Más de una dama grita de sorpresa al ver que él está a punto de proponerle matrimonio. Adabelle se mantiene en su lugar, inmovilizada por la vorágine de pensamientos que se atoran en su mente. Se imagina muchas vidas con Iñaki en apenas unos breves segundos. Todas miran el brillo del costoso anillo qué él sostiene en su mano, pero ella no ha dejado de mirarlo a él. Ve entre sus propias lágrimas el brillo en sus ojos mostrando el enorme cariño, la adoración que siente por ella. Apenas a unos pocos centímetros de tomar su mano para que se ponga de pie y decirle lo feliz que la haría convertirse en su esposa, un grito desgarrador resuena en el recinto; y no es de alegría, ciertamente. Montserrat irrumpe en el salón indignada, humillada de ver los rostros de todos los adinerados amigos de la familia burlándose porque su hijo desposaría a una plebeya. El silencio colma el aire y sólo lo llena el eco de los pasos de la imponente señora Cardedeu y los breves murmullos que ella acalla con tan sólo una mirada. Al acercarse a Adabelle, Iñaki se interpone para preservarla. Ella lo quita del medio de una bofetada a siniestra que hace que todos exclamen sorpresa. Al enfrentarse a la joven Wester le dice, «Creí que eras más inteligente; uno nunca debe sobrestimar a las clases bajas. Ya es hora de que te pongan en tu sitio, mugrienta e ilusa plebeya». A Adabelle no le importa sufrir de la vejación de los patrones, ya está acostumbrada, pero no tolera ver a Iñaki tendido en el suelo llenándose el corazón con un odio insano. Montserrat está decidida a despedazar la mente y el alma de la joven Wester. Con bronca y resentimiento arranca el collar de perlas de su cuello y comienza a desgarrar su bello vestido hasta dejarla en harapos. «¡Ésta es tu verdadera naturaleza!», exclama Montserrat. Iñaki trata de levantarse, pero los hombres de la seguridad, que responden a Fréderic, lo tienen con un pie encima de la cabeza. Incapacitada para defenderse, Adabelle apaga su mente para dejar de sufrir. Ya no reacciona ante las burlas que intentan cortarle la piel. Montserrat siente que la pierde. No resiste la idea de que deje de padecer sus torturas, así que la sostiene violentamente y se la lleva para aumentar la intensidad de su dolor. Iñaki es golpeado y arrastrado fuera del salón. Los hombres lo postran delante de Fréderic. «Ay, hermanito… Qué triste es ver a la nobleza perdiendo su dignidad». «Fréderic… Ayúdame, por favor. Nuestra madre destrozará a Adabelle», exclama suplicando. «Ya lo sé, estúpido. ¿Quién crees que recogerá sus pedazos quedando como un héroe?». Como una fría estatua, Iñaki lo mira sin entender lo que sucede. Fréderic se percata de ello y continúa, «Nunca la mereciste, hermano. Ese tesoro sólo me pertenece a mí. Sus hermosos ojos deben ser míos». Allí el joven Cardedeu comprende todo. «Así que de eso se trató todo éste tiempo», murmura antes de forcejear con los matones que lo tienen atorado allí mientras su madre tortura a Adabelle. Fréderic se marcha diciendo que tiene que «divertirse un rato con alguien muy especial». Iñaki es apaleado brutalmente, pero nunca deja de luchar para llegar con su amada. Montserrat se lleva a Adabelle a la habitación de huéspedes más apartada de la casa. Allí dentro ve el horror materializado. Digno de la mente perversa y degenerada del mismo Diablo. Su madre y Anna están colgando del techo con una cadena. Atadas de pies y manos. Las dos están completamente desnudas y con moretones y cortes por todo su cuerpo. De rodillas, Adabelle le implora a Montserrat que las deje ir. Todo intento de querer llegarle al corazón a esa vil mujer es en vano. «¡Por favor, no! ¡El problema es conmigo, el problema es conmigo!», le dice ella. «¡No me importa! ¡Vas a escarmentar sí o sí!», responde al alzar la voz y acercarse con un cuchillo a Linda y Anna, que al ver a Adabelle, toman fuerza de donde ya no les queda e intentan librarse de sus cadenas para evitar que le hagan daño. Montserrat hace oídos sordos al llanto de la joven Wester, y con el cuchillo degüella a su madre. Adabelle no sabe qué hacer. Un hombre la tiene sujeta de atrás y no puede reaccionar. Luego le llega el turno a Anna. «Que Dios se apiade de su alma… porque no vivirán lo suficiente para pagar por sus pecados», le dice en la cara a Montserrat. «Bien. Luego hablaré con Dios. Mientras tanto, salúdalo de mi parte». Adabelle se siente impotente. La sonrisa de Anna le revuelve el pecho. Cuando Montserrat le abre la garganta a ella también, sólo sonríe al contemplar la cruenta escena. Wester no puede soportar el hecho de estar inutilizada. La angustia de no poder hacer nada más que ver a Anna ahogarse con su propia sangre hace temblar cada músculo, cada fibra de su cuerpo. De pronto sus ojos brillan con más intensidad. A punto de convertirse en lo que no quería, Fréderic entra en la habitación desenfocando su mirada. «Señor Fréderic, le suplico. Su madre se ha vuelto loca», le dice con terror en sus bellos ojos. Eso a él lo escarnece, pero no hace nada al respecto. Su madre camina fuera de la habitación y al pasar al lado de él le dice al clavarle la mirada, «No hagas ninguna porquería. Me daría asco saber que mi otro hijo ha tocado a esa sucia mujer. Sólo haz lo que viniste a hacer». Él apenas la mira de costado con una sonrisa oronda de sabelotodo. Cuando se queda a solas con Adabelle, se abalanza sobre ella y la toma de las manos. «¿Qué significa ésto?», pregunta susurrando ella, todavía con la capacidad de sorprenderse por la absoluta maldad innecesaria con la que las personas se ensañan con ella. «Eres hermosa. Por fin serán sólo para mi… tus ojos, Adabelle, tus ojos», contesta extasiado. Mientras sujeta sus brazos con una mano, con la otra manosea su cuerpo. Su vientre, sus pechos, su cuello, sus exiguos ojos. Todo enciende la llama incandescente de su lujuria. Ella hace fuerza y logra zafarse de su control y con su mano derecha lo abofetea a diestra y siniestra. Una de sus uñas le deja un corte en el labio que él, al notar que sangra, la golpea hasta que deja de luchar. «¡¿Por qué?!», exclama Fréderic cuando sus manos suben hasta su cuello y empieza a ahorcarla. «¡¿Por qué no puedes amarme?! ¡Soy superior. Infinitamente mejor que mi hermano!». Ella sigue peleando, aunque de a poco el aire le comienza a faltar. Fréderic la ve a los ojos y se excita, pero no está contento con que ella luche tanto. Despechado, suelta su cuello y arrastra sus manos hasta la cuenca de sus ojos. «Si no quieres dármelos... Si no te atreves a darme tus preciosos ojos, Adabelle... Yo los tomaré», expresa con pasión en su temblorosa voz. Demente. Loco de obsesión por los ojos de la joven, hunde sus dedos en su rostro y se los arranca en medio de gritos desgarradores y el éxtasis propio de un enfermo psicópata. Con Adabelle agonizando en el suelo frío de la habitación, Fréderic contempla sus ojos entremedio de sus dedos ensangrentados. «Bellísima… Qué estupenda maravilla es tu mirada. Es sólo para mí ¡Al fin son míos!», le manifiesta al mundo su gran logro. Adabelle, llorando desconsoladamente, piensa más en el dolor que carcome su pecho que el de sus cuencas vacías. Con el rostro ensangrentado y sus manos temblando, siente que su cuerpo le deja de responder. Su llanto agudo se engrosa. Sus manos dejan de temblar y todos sus dolores desaparecen. Al abrir sus párpados se pueden apreciar dos nuevos ojos brillando con más fuerza que los anteriores; y a pesar de ello, la luz de su alma reflejada en ellos es mucho más opaca. Convertida en la bestia, Adabelle acecha a Fréderic por detrás. Al estar distraído admirando sus ojos, se da vuelta sólo para sentir cómo su cabeza se desprende del resto de su cuerpo. Habiendo asesinado al hijo mayor de los Cardedeu, ella le da inicio a la cacería. Con un estruendoso ruido, rompe la puerta y la mitad de la pared y corre a toda prisa hacia el salón; en busca de Montserrat Cubélls de Cardedeu. La matanza no tiene precedentes. Todo aquel cuyo olor sea hostil, es devorado por la bestia. La monstruosa criatura no descansará hasta dar con la mujer que le quitó a su familia. El público se dispersa como cucarachas. Las pisadas con sangre que la bestia deja a su paso son sólo las pinceladas de una obra que no debió ser pintada. Varios supuestos nobles son asesinados, incluido Guillem Cardedeu, el padre de Fréderic e Iñaki. Los gritos atacan el aire con crudas y agudas notas, como el llanto triste de un violín que se va rompiendo. Iñaki, que había logrado huir de sus captores, busca a Adabelle por toda la mansión. Su afectada respiración entumece su pecho viendo las pisadas de sangre en el suelo y los cadáveres desmembrados desperdigados por todos lados, como si la vida no valiera nada. La bestia se relame los colmillos al ver que por fin encuentra a la persona que tanto andaba buscando. En un rincón y por primera vez a merced del miedo, la gran señora Montserrat ve de frente al monstruo que ella misma ha llamado y ahora no se atreve a atender. «¡No, por favor. Tengo hijos. Tengo una vida!», suplica canallesca. Adabelle no está realmente consciente. La bestia sólo obedece a sus instintos y a los sentimientos que Adabelle no puede soltar. Sin escuchar las reiteradas y patéticas súplicas de Montserrat, Adabelle le abre el cuello con sus afiladas e implacables garras. Entre las pocas personas que todavía no han huido de la mansión, Iñaki busca desesperado una señal del paradero de Adabelle. Entre las incontables habitaciones que visita, se encuentra con los cuerpos desangrados de Linda y Anna. Escarnecido por el dolor que Adabelle sentirá cuando le diga, no cesa en su afán por hallarla. Cuando parecía imposible encontrarla y el miedo a que algo le haya sucedido le arruga el corazón como una bola de papel desechable, se ve cara a cara con la bestia. Iñaki retrocede del susto. La impresión le recorre toda piel como una ventisca helada. Camina hacia atrás y se tropieza con los cuerpos mutilados. El horror tiñe las paredes de rojo y el aire apenas si se puede aguantar. La criatura lo ataca furibunda, pero se detiene apenas siente la fragancia de su perfume llenando sus fosas nasales con nostalgia. Lentamente se le acerca y lo olfatea. Él no consigue mover ninguna parte de su cuerpo; sólo sus ojos que revolotean buscando a Adabelle para verla una última vez. En ese instante, hace contacto visual con la bestia y se pierde en el radiante color ámbar de sus ojos. El monstruo no es ella, sino los que la han atormentado. Iñaki no sabe cómo ni porqué, pero esos ojos no pueden mentirle. «Adabelle...», suelta como un murmullo que intenta desesperado tomar fuerza para hacerse entender. Ella de todas maneras le entiende. Con el rostro abatido por la emoción de una mujer rota que sufre y agoniza en su interior, la bestia huye de la mansión a un lugar apartado para lamer sus heridas en solitario. Iñaki queda impactado, pero no duda en salir a buscarla a como dé lugar. Al salir de la mansión, ve al gigantesco monstruo de Adabelle perdiéndose entre la vegetación del jardín en dirección a la montaña Monspinna. Así, intrépido y tenaz, Iñaki toma su auto y conduce sin cautela por el camino de tierra adentrándose en la robleda. Es tan tarde que lo único que ve son las sombras del bosque. Las hojas de los árboles tapan toda la luz de la luna y los faroles del auto apenas alumbran un par de metros del terroso suelo del camino. Sinuoso, como una serpiente que amaga con morderlo si se atreve a cruzar a campo traviesa las diferentes elevaciones de la montaña, se aleja de Sta. Ava Caterina en busca de su amor. A ciegas, perdido en la inmensa arboleda que cubre Monspinna, Iñaki llega a un humilde páramo despoblado de árboles, donde sólo ha crecido un roble de tres troncos entrelazados. Reposando su cansada espalda contra ese roble está Adabelle en su forma humana. Iñaki se baja del auto y se le acerca despacio para no asustarla. Su corazón está a mil pulsaciones. La ve y está completamente desnuda. Sentada con la cabeza hundida entre sus rodillas llorando a mares. Ella percibe su presencia y alza la mirada con miedo a que la haya visto tal como es. «¡Aléjate de mí!», le suplica imperativamente, «No me mires». Su voz desgarrada por la angustia es apenas un espasmo de todo el dolor que ha sufrido. Iñaki se niega a dejarla sola y camina hasta ella cubriendo su desnudez con su saco. «Hace frío», comenta al pasar. Al agacharse para verla a los ojos, sus hermosos ojos empapados en lágrimas, ella le vuelve a pedir que se aleje. «Soy un monstruo. Tengo miedo se hacerte algo malo», confiesa. «A mi entender, el monstruo sería yo al dejarte tirada en medio de la nada». Ella yergue su cabeza y se quiebra por la nobleza del corazón de Iñaki, que nada parece importarle lo sucedido en la mansión. Él entiende que los únicos monstruos son los que la han atormentado todo éste tiempo y él no pudo frenar. «Yo te amo. Te dije que estaría a tu lado sin importar qué: no pienso romper esa promesa». «¿Qué futuro nos espera? Nos perseguirán y matarán. No puedo controlar lo que me pasa. He hecho cosas terribles, Iñaki». Un breve silencio les da un respiro para pensar. «Qué alegría. Por fin me llamas por mi nombre», responde él. Ella se avergüenza por esa respuesta. Al ayudarla a ponerse de pie, toma su mano y aunque no comprenda la naturaleza de su ser, su amor es tan fuerte que está dispuesto a correr el riesgo de averiguarlo. «Estás loco. Nos matarán a ambos», dice Adabelle. «Que lo intenten», responde desafiante Iñaki, «Que nos persigan. Que nos den caza. Que nos torturen y luego asesinen. No me importa. Vivo o muerto seré siempre tuyo, Adabelle». Empujada por la confianza en la mirada de él, se entrega a lo único que le queda para poder seguir respirando; seguir respirando es la razón principal de vivir. «Si es desangrándome en tus brazos, siempre y cuando sea en tus brazos… aceptaría morir. Viva o muerta seré siempre tuya», sentencia. Los dos se quedan un poco más bajo la calidez del roble y la noble y tenue luz de una luna espléndida. Adabelle siente el impulso de llorar de la emoción. Pero no lo hace realmente, porque su felicidad es tan grande que le da poder. Ese júbilo no desaparece de su rostro, ni de su sonrisa, ni del brillo en sus preciosos ojos color ámbar.



 Ojalá les haya gustado y despertado esas emociones que despiertan en mí esta clase de historias. Sin más, no hay nada qué agregar. Si llegaron hasta aquí, sólo les doy las gracias por haberme obsequiado un poco de tu tiempo. Aún sabiendo que nunca lo recuperarán. Mil gracias. Hasta la próxima. Que la luz ampare su camino y la oscuridad les enseñe a transcurrirlo.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Los Enigmas de Sta. Ava Caterina - El Jinete de Arnedo

Los Enigmas de Sta. Ava Caterina - Las Dos Bocas de Zadbba