Los ecos de un pueblo olvidado| Episodio IV: El Ayilesheb

Hola, damas y caballeros, jóvenes el mundo. Espero que estén bien. Y si no, que esto los entretenga un breve espacio en el tiempo. En éste post vamos a indagar en un cuento que forma parte de la saga, «Los ecos de un pueblo olvidado». Se titula, «El Ayilesheb». Narra sobre un hombre que toca un cuerno nigromante. Sin más preámbulos y espero que sea emocionante. ¡Que la curiosidad sea la llave de la historia!







El Ayilesheb

 

    «¡Más de prisa, que llevamos una valiosa carga!»: así comenzó el viaje el capitán de la compañía de valientes voluntarios que el Reino de Makaeb envió a la sagrada forja de Gal Ebaeb Munban. Ninguno en la compañía conoce el contenido de esa misteriosa arca que cargan, pero la llevan con honor y el típico cuidado que hay que tener con un objeto que se dice divino. Makaeb había sido ferozmente asaltada por un ejército del sur. Oriundos del río Loin y conocidos por su fanatismo hacia las creencias de La Religión del Ojo, los soldados del Reino de Udias han conquistado y sometido muchas tierras al sur y al oeste, pero nunca lograron romper ese muro de hierro que divide su tierra de las tierras del este ni asentarse en el río Sefirí. Éste último intento de conquistar las tierras de Makaeb trajo consigo un peligroso poder que sólo los sacerdotes del reino conocen: un arca yudel. Las arcas yudel son aquellas construidas especialmente para guardar objetos mágicos. Los udias’ul cargaron ésta arca con la intención de utilizarla en su guerra contra Makaeb, pero por alguna extraña razón no trataron de implementarla sino hasta que la mitad de sus tropas fueron devastadas. Uriel, un soldado maka'ul de rango medio, fue quien evitó que los guerreros de Udias abrieran el arca liberando el poder en su interior. Gracias a ésta acción tan heroica fue que le asignaron la honorable tarea de preservar el arca en su camino a la ciudad de Gal Ebaeb Munban. Encomendados a perder la vida pero nunca el arca, los temerarios guerreros de Makaeb marchan rumbo a las montañas Meheib; donde se encuentra la mítica forja. En el camino deben cruzar el bosque de Alesheb; hogar de los arsh’ul. También conocidos como los «caras grises», se dice que el pueblo de los arsh’ul fueron una de las primeras creaciones de Dios. Rebelados ante su poder y habiendo hurtado un fragmento de éste, los seres de piel gris, ojos negros y aspecto demacrado son conocidos a lo largo del río Sefirí y más allá por una práctica que genera tanto rechazo como repelús: la hematofagia. Estos seres son altos y delgados. No poseen nariz ni orejas y tienen una boca muy pequeña. Secuestran niños o mujeres embarazadas para luego decapitarlos y colgarlos en alto para drenar su sangre y así poder beberla. La compañía de Uriel llega al bosque, temerosa de que el poder del objeto dentro del arca atraiga a los arsh’ul. El bosque de Alesheb cubre una superficie muy extensa tanto a lo ancho como a lo largo, por lo que el viaje durará varios días; eso si no se pierden en los engañosos y enmarañados pasajes de ésta inmensa arboleda. Los días transcurren en una inquietante calma, hasta que una noche sin luna, sombrías fuerzas urden en la oscuridad el camino a la energía que emana del arca yudel. Uriel, siempre atento a cualquier peligro que amenace su labor, despierta al capitán de la compañía para avisarle que algo se mueve entre la vegetación. En estado de alerta, los soldados de Makaeb hacen un círculo con sus escudos alrededor del arca. Detrás de ellos, se colocan en posición los pocos arqueros que habían traído. De los arbustos salen dos esferas de fuego. Una penetra en el pecho de un soldado, dejándolo tendido en el suelo gritando de dolor. La esfera en su interior comienza a comérselo de a poco, evaporando su sangre hasta dejarlo seco. La segundo impacta en el suelo, generando una explosión que convierte la tierra en lava. La expansión lanza la lava sobre otro soldado maka'ul, derritiendo su armadura hasta derretirla. Al llegar a su piel la hace arder hasta convertirla en carbón. Sus alaridos, como los de un cerdo que lo llevan al matadero, ensordecen a sus compañeros que padecen ese miedo que hace temblar las manos y chasquear los dientes. Los arsh’ul no usan armas, sino báculos con los cuales controlan los elementos de Dios. Un arsh’ul dibuja una línea en la tierra alrededor de los soldados que protegen el arca. Con su báculo despeja las flechas que le lanzan, y al unir las puntas que hacen un círculo, convierte en fango el suelo bajo sus pies. Mientras sus piernas son devoradas por el mismo suelo, bolas de fuego vuelan a su alrededor. Con el afán de detener sus poderes elementales, los arqueros disparan con desesperación contra los arsh’ul, sin embargo, éstos controlan el aire, causando torbellinos que les devuelven las flechas asesinándolos. Algunas se clavan en sus ojos cegándolos. Uno a uno, como piezas de un juego fallido, los soldados de Makaeb caen muertos en el lodo; ya no hecho por obra de hechicería, sino por su misma sangre. Uriel ve que la muerte los acecha, y se niega a que su alma vaya con Dios y que éste le pregunte qué hizo en su vida y él responda que no luchó hasta el último aliento. El capitán de su compañía, presintiendo lo que está pensando, lo mira y le ordena que rece, que Dios lo entenderá. Uriel se resiste, y en lugar de pedirle perdón a Dios, le pide fuerza para combatir la oscuridad. Cuando su capitán sucumbe ante los fatales poderes de los arsh’ul, ve que es el último en su compañía y el único que puede proteger lo que yace en el arca. Los arsh’ul detienen los efectos de su poder, y se acercan a Uriel para burlarse de él. Uno lo golpea con su báculo arrancándole un ojo. El soldado maka'ul se queja de dolor. Aprovecha que los arsh’ul lo ven débil e indefenso para tomar una lanza y asesinar a uno de ellos; el primero en caer. Como el resto se pone en guardia, él toma una lanza y asesina a otro atravezando su pecho. Rodeándolo con fuego intentan calcinarlo, pero Uriel utiliza su última carta. Desobedeciendo la petición de los sacerdotes de Makaeb, abre el arca para usar su poder. Para su sorpresa se encuentra con un cuerno de carnero hecho de oro, reluciente a la vista. Aunque al tacto de sus temerosos dedos ya siente el abrumador poder que encierra éste cuerno, por instinto se lo lleva a la boca y lo hace sonar. Una oscura fuerza hace crujir los árboles y el viento cambia de dirección. De las entrañas del inframundo regresan las almas de sus compañeros, tomando posesión de sus antiguos cuerpos sólo para seguir las órdenes de quien porte el cuerno. Uriel entiende en ese instante que ese instrumento se trata de un objeto poseído por un demonio, y no de un objeto divino. Sin importarle nada más que vengar la muerte de su compañía y cumplir con su misión santa, utiliza las fuerzas del mal para ejercer la voluntad de Dios y la suya. Los cadáveres vivientes de los soldados de Makaeb no fueron los únicos en despertar de la muerte y acudir al llamado del portador del cuerno, los dos arsh’ul también se levantan y siguen su implícita orden de asesinar al resto de los arsh’ul. Lanzándoles torbellinos de arena y esferas de fuego, los arsh’ul bajo su dominio masacran a los del bosque, convirtiéndolos en estatuas de vidrio. Abrumado por la realidad que llena sus ojos, Uriel se desmaya. Una inquietante pero seductora voz intenta convencerlo en su sueño diciéndole que podría ser el rey del mundo de los vivos con la ayuda del ejército de los muertos. Al despertar de ese sueño con tintes de pesadilla, se encuentra con sus antiguos compañeros convertidos en esqueletos; consumida su carne por la magia negra del demonio que habita el objeto dentro del arca yudel. Al pensar en lo que debe de hacer, toma la determinación de culminar su misión de entregar el cuerno nicromante a la forja de Gal Ebaeb Munban. Para él queda claro que el objetivo siempre fue llevar el cuerno para ser fundido y así purificar su malévolo poder. Al salir del bosque llega a un pueblo perteneciente al Reino de Gazaeb, llamado Mehib; que descansa a orillas del lago Kinesheb. En el puerto de Mehib, paga para que lo lleven al otro lado. En mitad del trayecto de orilla a orilla, nota la presencia curiosa de un extraño ser en el agua. Al hablar con los hombres que lo ayudan a cruzar el lago, descubre la existencia de una leyenda local sobre las dagshaes: demonios femeninos con cola de pez. Uriel, una vez más, temiendo que la fuerza oscura del cuerno llame a éstas emanaciones del mal, se mantiene en estado de alerta sosteniendo su espada con fuerza. Los dos hombres que lo llevan en el bote ven con inquietud cómo sostiene su espada con nerviosismo e incomodidad; para ellos es claro que algo trama. Cuando dejan de remar Uriel les pregunta que porqué se detienen. Se lo ve pálido, sudando en frío y alterado. El movimiento incesante de su rodilla, denota el pánico que se apodera de su mente. Los hombres sacan un cuchillo y lo amenazan con matarlo y tirarlo al agua si no les cuenta cuáles son sus verdaderas intenciones. Desentendido y deseoso de tocar tierra para alejarse de las dagshaes, les implora que no dejen de remar, pero los hombres hacen oídos sordos y prefieren seguir interrogándolo; no hay peor alimento para la violencia que el miedo y la incertidumbre. Cuando uno de éstos hombres lo ataca, el otro se queda en la parte delantera del bote manteniendo el equilibrio. Uriel forcejea luchando por su vida. El bote se tambalea repentinamente, y el sujeto que estaba de pie de un momento a otro desaparece sin que ninguno de los dos supiera qué ha ocurrido. Preocupado por su amigo, el otro individuo suelta a Uriel y se pone a buscarlo en el agua. Como le parece ver su mano sumergida a escasas pulgadas de la superficie, hunde la suya en el lago y la toma, encontrándose conque sólo era la mano; está desgarrada del resto del cuerpo. Paralizado del susto, no tiene reacción cuando es arrastrado por una criatura al fondo. Uriel intenta ayudarlo, pero es demasiado tarde para reaccionar. Lejos del resto de la civilización, con el sonido del viento y el leve balanceo del agua como única compañía, se mantiene expectante con los ojos bien abiertos y su espada en la mano. Al oír un sutil ruido de gotas sobre el agua, se da la vuelta y observa una cabeza salir a la superficie con timidez. Es una joven, tan hermosa y cautivadora como la flor más bella del desierto. Su cabellera negra azabache parece flotar en el lago, y sus penetrantes ojos azules combinan con el entorno. Su mirada inocente rima con la curva que hacen sus labios morados; esa boca parece susurrar una invitación al beso que resulta irresistible. Ella comienza a nadar alrededor del bote, elegante y seductora. Con la dulzura y fragilidad con la que una dama conquista a un caballero. Uriel está hipnotizado con ella, pero el verdadero sortilegio comienza cuando ella empieza a tararear una preciosa melodía de amor. Lentamente el aire se vuelve perfume, y Uriel cae enamorado de esa joven. Ella se acerca al bote y coloca sus brazos cruzados en la barandilla. Él acorta distancia. Hechizado, como la serpiente con la melodía de flauta de su encantador, se acerca a la dagshaes para entregarse a ella, a esos labios que imploran un beso; el primero y el último. En el momento en el que sus rostros están tan cerca que su respiración de mezcla, ella deja de tararear y él abre sus ojos para verla tal cual es. Su belleza se va transformando. Sus ojos azules se tornan blancos, y de sus labios carnosos salen colmillos que gotean sangre. Ella salta sobre él para atraparlo en sus fauces, pero Uriel la atraviesa con su espada y la lanza de nuevo al lago. Frenética y temblorosa, su respiración es tan corta que lo ahoga. El pánico puebla su mirada cuando contempla una decena de dagshaes clavándole la vista con vengativas y perversas intenciones lujuriosas. Las dagshaes son sólo mujeres, por lo que envuelven a los hombres desprevenidos en sus cánticos hipnóticos, para arrastrarlos al fondo del lago, a su guarida, y así poder aparearse con ellos; asesinándolos después. Uriel no sabe cómo huir de allí, conoce su destino, pero una vez más se niega a aceptarlo. Como un milagro, su mente se aclara y decide tomar el camino que ya había decidido para él en el bosque de Alesheb. Saca de su bolsa el cuerno nicromante. Al hacerlo sonar le devuelve temporalmente la vida a la dagshaes que asesinó. Sabe que está lejos de ser suficiente para ponerles un freno a las demás, así que cambia el enfoque violento por uno de supervivencia. Ordena a la dagshaes revivida que nade lo más rápido que pueda empujando el bote hasta la orilla del lago. Poniendo a prueba la fuerza de éstas criaturas, el bote se mueve hacia adelante con constancia y consistencia. Las demás dagshaes se percatan de lo difícil que será alcanzarlo a él, y comienzan a devorar, mordisco a mordisco, el cadáver viviente de su hermana. Uriel nota la merma en la velocidad del bote, pero ve con sus ojos brillantes que está próximo a la bendita tierra firme. Luego de comerse a su igual, las dagshaes logran que el bote deje de moverse a escasos metros de la orilla del lago Kinesheb. Uriel sabe que si se queda quieto serñá su fin. Sin pensarlo dos veces, se lanza al agua por una última oportunidad de seguir respirando. Una dagshaes alcanza a arrebatarle la bolsa donde guarda el cuerno. Desaforado, él forcejea con ella mientras varias de sus compañeras lo muerden para debilitarlo. Por la fuerza, pecupera el cuerno y lo hace sonar bajo el agua con más fuerza que antes, ejerciendo un poder distinto; uno que las hace huir de ese estruendoso y molesto ruido. Aprovechando esa brecha, Uriel logra salir del agua y alejarse de las dagshaes. Está exhausto y lastimado, pero no detiene su andar hasta adentrarse en el terreno alejándose del agua. Sólo se detiene para curar sus heridas y así poder continuar con su extenuante cruzada. Su travesía avanza sin tantos sobresaltos. Sin embargo va sintiendo cómo el poder del cuerno lo consume día tras día. Su semblante se va deteriorando y su sonrisa cada vez necesita de más estimulación para esbozarse con naturalidad. Al cabo de diez días de caminar parando sólo para comer y dormir, llega a Mershek Belban: la capital de Gazaeb. Buscando un lugar para pasar la noche, termina en una taberna aledaña al vasto mercado de la ciudad; un sitio donde el indecoro hace el amor con la avaricia. En lugar de respetar la lealtad comercial y la libertad con la que un comerciante debería de llevar a cabo su tan necesaria labor, el mercado de Mershek Belban se a convertido en un antro de corrupción; hogar de ladrones y estafadores. Como buenos perros de caza, los vendedores ambulantes huelen a los forasteros a metros de siquiera acercarse a sus espurios puestos. Mientras pide por una habitación, un desconocido se le queda viendo detenidamente. A ese hombre no le importa él en absoluto, pero sus ojos se van de sus orbitas al percibir un brillo tintineante muy especial proveniente de un agujero en su bolsa de viaje. Ese brillo no puede ser otra cosa que el oro del cuerno. Oliendo un tesoro sin igual, aquel desconocido se desliza como la serpiente embustera hacia Uriel. «¡Amigo! ¡Déjame invitarte un trago para mostrarte la hospitalidad de los gaza’ul!», exclamó con alegría y soltura. Uriel se lo agradece aunque lo rechaza con altura, pero aquel desconocido no se lo toma muy bien. Le advierte que no debe ser tan desagradecido con los lugareños, ya que no les agradan los extranjeros, sólo son amables por mera costumbre. Al retirarse lo hace con una mirada condescendiente que le deja a Uriel una rara sensación de que se volverán a ver. En la noche, perturbado por ese sueño que en lugar de reparar pareciera destruirlo, Uriel no siente lo que se teje a su alrededor. Aquel desconocido en el bar que lo había marcado como un objetivo, no era otro que el mercader más corrupto de Mershek Belban: Arin «El infame». Arin irrumpe en la habitación de Uriel junto a tres de sus hombres. Mientras revuelven sus pertenencias para hallar ese objeto dorado que él había visto, Uriel se despierta e intenta tomar su espada para hacerles frente. Arin no se lo permite y lo golpea. Entre él y sus hombres lo apalean hasta dejarlo inconsciente en el suelo. Su intención era la de asesinarlo, pero el escándalo provocó que los codiciosos aventureros en la taberna se despertaran. Uno de sus secuaces encuentra el cuerno de oro justo a tiempo, y los cuatro se largan a la huida con el tan ansiado botín. Luego de ser asistido por unos amables viajeros, Uriel despierta en su cama y lo primero que hace es levantarse para buscar el cuerno; encontrándose con la que él considera que es una tragedia. Quien lo estaba cuidando es la hija de esos amables viajeros. Ella le pregunta si se siente mejor, y él le contesta que lo que le acaba de suceder es lo peor que le podía pasar; aún peor que perder la vida. Al voltear y ver a la joven, se queda atrapado en sus ojos color miel y su mirada tan dulce como la misma, mientras su cabello tranzado reposa cómodo sobre su hombro izquierdo. Uriel respira tratando de buscar la calma que le fue arrebatada desde el día en que los arsh’ul masacraron a sus compañeros en el bosque de Alesheb. Le han pasado muchas cosas, pero ésta es la primera vez que siente que su alma está siendo curada. Luego de agradecerle a la joven por su atención, se retira de la habitación sólo tomándose un tiempo para preguntarle su nombre. Ella contesta algo avergonzada, «Batsheva», y en sus mejillas se ve el rubor de la alegría al conocer la amabilidad y el interés de quien ella estuvo cuidando toda la noche. «Yo me llamo Uriel», sentenció antes de cerrar la puerta. Ella se queda intrigada con él y su misteriosa forma de ser; ni se imagina todo lo que ha pasado para llegar a donde está. Al bajar al bar para quitarse el hambre, Uriel se da cuenta de que su dinero también había sido robado. Golpea la mesa para alivianar el enfado, y camina de manera pesada hasta la entrada. «Tú, forastero. Ven aquí», le dijo un hombre que estaba almorzando. «No tengo tiempo para charlas», le respondió con frialdad. El hombre sonríe con sorna, y le pregunta, «¿Para comer algo tampoco?». Uriel no comprende esa repentina amabilidad, y recuerda lo que Arin le había dicho sobre los habitantes de Gazaeb. Dudando si debe o no sentarse al lado de ese extraño, se toma unos segundos para observar el entorno. Se percata de algo peculiar: todos están inquietos y sorprendidos porque ese sujeto lo había invitado a sentarse a su mesa. Entonces sabe que si la gente a su alrededor parece sorprendida y temerosa, es porque ese hombre debe de ser alguien, o bien muy importante, o muy peligroso. Avanzando en los posibles acontecimientos, decide sentarse a comer y hablar con él. Su nombre es «Shabí», y se lo nota demasiado interesado en conocerlo y lo que está haciendo en la ciudad; como si supiese lo sucedido en la noche anterior con Arin y quisiera sacar tajada de ello. Entrando más en conversación, se entera de que guarda una vieja enemistad con Arin. Al comprender sus verdaderas intenciones, Uriel decide jugar una peligrosa carta. Le cuenta sobre un objeto hecho de oro que él había traído para vender, y que fue Arin quien se lo robó. Prometiéndole parte de las ganancias, y aseverando que ese objeto tiene un valor superlativo, le pide ayuda para recuperarlo. Shabí cree que Uriel cayó en su trampa -es claro que no piensa compartir el oro con nadie-, y acepta ayudarlo en su lucha contra Arin. Esa tarde, Uriel sale a escudriñar las enrevesadas calles de Mershek Belban para familiarizarse con ellas. En mitad de un callejón donde conviven varios puestos de comida, se tropieza con una mujer que lleva prisa. Es Batsheva, que se sorprende gratamente al volver a verlo. Como ambos estaban apurados, él le vuelve a agradecer por sus cuidados, y se dispone a marcharse. Ella vacila por miedo a que la rechace, pero termina preguntándole si desea acompañarla a ella y a su familia para tomar el café en un puesto de un conocido de ellos. Él quiere negarse por estar en medio de un asunto serio, pero no puede rechazarla al ver su rostro de esperanza. «No tengo manera de devolverles las molestias», se lamentó. Ella sacude su cabeza y responde; «No es una molestia ayudar a un hijo se Dios, y yo lo hago con mucho gusto». Ambos van a la tienda de café y él conoce a sus padres y a su hermano menor: todas bellas personas, luceros en una ciudad de oscuridad. En esa charla él les cuenta sobre su viaje, sin entrar en demasiados detalles respecto al poder del cuerno y las criaturas que tuvo que enfrentar. Termina diciendo cada dos por tres: «Y… algunas cosas de Dios». Esa tarde fue la mejor que ha tenido en muchos años. Por un segundo una sonrisa sincera le da aire fresco a su demacrado semblante. Agiganta su fe en Dios apreciar la mirada de Batsheva y su turbante de lino verde ondeando alrededor de su cuello con una leve brisa primaveral. Ella nota de inmediato su mirada muy poco perspicaz, y suelta una breve risa que mezcla incomodidad con alegría. Ese segundo que duró su risa, para Uriel fue una dulce canción de cuna que calma sus pesadillas. Lamentablemente, la realidad es para el hombre lo que una honda es para un pájaro. Por encima del hombro de Batsheva encuentra a Arin hablando con unos señores que parecen ser mercaderes de opulencia; lo nota por la calidad del equipamiento de sus guardias personales y por sus anillos con piedras preciosas. De repente y sin dar pistas, se levanta de la mesa y les agradece enormemente su amabilidad, pero debía atender asuntos urgentes. Batsheva se entristece ya que cree que ha hecho algo malo, pero en los ojos de Uriel ve la claridad de un hombre con un objetivo. Ambos se despiden y Uriel se va del callejón para reunirse con Shabí, sin percatarse de que Arin lo estaba viendo con esa familia. Cuando Uriel le da aviso a Shabí sobre los posibles movimientos de Arin, ambos se movilizan con apremio. Como no conocen el lugar exacto de la guarida de Arin, por estar muy bien resguardada de las autoridades locales y de viajeros curiosos, Uriel regresa al callejón como carnada. Ya de noche, caminando entre las tiendas de comida que comenzaban a cerrar, reconoce a un hombre que era sin duda uno de los que entraron a su habitación para robarle el cuerno. Cuando lo encara para provocarlo, Arin sale de la nada y lo golpea dejándolo inconsciente. Apenas despierta, mientras aún sigue aturdido, oye música y gente hablando de negocios de dudosa moralidad. Intenta ponerse de pie, pero está atado de pies y manos, tirado a un costado en el suelo de un burdel. Como ven que había abierto los ojos, unos hombres lo levantan y lo arrastran hasta postrarlo en frente de Arin. Orondo y con aires de ser intocable, está sentado en cómodos almohadones de suelo, rodeado de prostitutas que le dan de comer y beber en la boca. «Te has vuelto un escollo bastante interesante», empezó diciendo. Uriel no sabe disimular, y harto de dar vueltas va al grano y le pregunta dónde tiene el cuerno que le robó. Arin sonríe entusiasmado, porque sabe que ese cuerno es mucho más importante que solo un pedazo de oro con forma. Él cree que es un tesoro robado, y quiere que le diga de dónde lo había sacado para poder buscar más. Uriel se niega a hacer nada de lo que él le ordene. Arin asiente con decepción y chasquea los dedos para que sus secuaces le traigan algo que sabe que le servirá para negociar. Cuando Uriel ve que traen a una mujer y a un niño encapuchados. Se sólo se pregunta quiénes pueden ser hasta que ve su ropa, que a pesar de estar desgarrada y sucia, es claramente reconocible para él. Cuando los hombres de Arin le quitan las capuchas a la mujer y al niño, ve con angustia e impotencia a Batsheva y a hermano pequeño, ambos rapados y llenos de moretones y cortes. Uriel se desespera, e intenta por todos los medios de zafarse de sus ataduras para matar a Arin y liberar a la mujer que tan amable ha sido con él. Arin le ordena una vez más que le diga de dónde había sacado semejante tesoro de oro. Uriel insiste en que no tiene idea de lo que habla, y que fue robado a los soldados de Udias en un asalto a Makaeb. Arin no le cree. Piensa que se está haciendo el tonto. Y ordena que traigan una prueba de que él sí va en serio. Sus esbirros traen a los padres de Batsheva y los ponen de rodillas en frente de ella y su hermano. Sin que puedan siquiera terminar de tranquilizarse mutuamente, diciendo que todo estará bien, dos hombres les abren el cuello con un cuchillos y bañan a Batsheva y a su hermano con la sangre de sus padres. El grito de su llanto altera la esencia de su alma y la pureza de sus buenas intenciones. Uriel se llena de angustia y deseos de poder hacer algo, pero la sangre no regresa a la herida, sólo sabe fluir y abandonar el dolor. Él no sabe qué puede hacer para convencer a Arin de que no puede darle lo que desea. La incredulidad se vuelve pecado, y su gente se prepara para asesinar a Batsheva y a su pequeño hermano; comenzando por el niño. Ella les implora y les ofrece su vida si no matan a su hermano, pero los cuchillos no se despegarán de su garganta hasta degollarlo. Un segundo antes de que se efectuara la orden de Arin, los hombres de Shabí rompen puertas y ventanas para allanar el burdel y la casa de sus enemigos. La muerte se hace un festín con la violencia que el ser humano es capaz de portar en su ser. Las finas alfombras se tornan rojas. El alcohol de esos vasos vacíos sólo sirvieron para que la ya estúpida violencia se vuelva más absurda. La barbarie de los hombres de Shabí es tal, que no distinguen entre las mujeres que fueron esclavizadas sexualmente por Arin y sus depravados secuaces, asesinando a ambos por igual. Aprovechando la vorágine de la lucha, Uriel se arrastra hasta llegar a un cuchillo y se libera de los amarres que lo aprisionan. Corre hasta Batsheva y la desata junto a su hermano. Los tres huyen hasta la salida, y ella se queda con la única familia que le queda. Uriel regresa dentro del burdel en busca del cuerno, sólo para encontrarse conque todos los hombres de Shabí fueron asesinados y el propio Shabí capturado. Uriel visualiza el cuerno, atado con un tiento de cuero a la cintura de Arin. Toma una espada y le hace frente, pero rápidamente es reducido por otros de sus secuaces. Se siente un estúpido por haber sido tan directo, y ahora vuelve a estar de rodillas a su merced. «Dios dame fuerza», le reza al cielo, pero se da cuenta de que sólo él mismo puede liberarse; y no precisamente con un poder divino. «Eres el hijo de puta más estúpido que conozco», se burló Arin. Nota que Uriel no deja de mirar el cuerno en su cintura y sonríe regodeándose en su poder. «¿Todo esto fue por éste cuerno? Sí que te gusta el oro, amigo», le dijo acercándose demasiado, y luego le preguntó confiado de su propio destino: «¿Tienes algún último deseo por cumplir?». «Si, déjame tocar mi cuerno una última vez», contestó. «Mmm… me temo que no soy de los que cumplen deseos». «Si… lo sé», respondió Uriel, riéndose como un loco bastardo. Como lo menosprecian por aparentar debilidad, él se apresura y llega al cuerno, arrancándolo de la cintura de Arin y haciéndolo sonar de manera punzante. Todos lo ven en el suelo tocando el cuerno y no hacen nada más que reírse de él. Arin lo llama «patético»; lo único patético allí fue su rostro cuando los muertos comenzaron a ponerse de pie. Uriel, con una sonrisa de satisfacción que no tiene reparos en ocultar, ordena a los cadáveres vivientes bajo su poder que se hagan un festín con Arin, Shabí y todos sus malditos esbirros tan o más asquerosos que ellos. Los muertos atacan a los vivos. De pronto ya no queda nadie para respirar el denso aire del burdel. Uriel sale a la calle, en busca de Batsheva. Cuando la ve llorando con su hermano en brazos, se acerca para consolarla. Ella lo ve, se pone de pie y sin decir nada, lo abofetea con despecho. «No debí haberte ayudado la otra noche», empezó diciendo antes de quebrarse, «Fui una estúpida. Ahora mis padres están muertos, y es tu culpa… y la mía». Uriel la ve destrozada. Sabe que sólo debe de haber un villano en su historia para liberarla de tanto dolor. «No, Batsheva… la culpa es toda mía», respondió antes de marcharse. Él soempre supo que su historia con ella era imposible desde un comienzo, porque él es un hombre con una misión, y un hombre con una labor pendiente no puede darse el lujo de amar. Al día siguiente abandona la ciudad con provisiones y montando un caballo que le robó a la gente de Arin. Luego de alejarse unos metros de la puerta principal de Mershek Belban, voltea y ve la figura de una mujer sobre el muro; es Batsheva. Como no se animaba a despedirse de él, decidió ir a verlo partir. Jamás esperó que él lo note, pero Uriel alza su mano despidiéndose de ella. Su corazón quiere que lo recuerde bien, pero su mente desea que lo odie así le será más fácil olvidar lo que sucedió por su culpa. Los días vuelven a ser amenos estando lejos de la civilización. Uriel termina pensando que el mundo que lo rodea es la mayor desgracia para él, pero se niega a odiar la creación del Dios que él tanto adora. Atravesando el Valle de Dodesheb y las tierras del Reino de Medoban, llega por fin a la sagrada forja de la ciudad-fortaleza de Gal Ebaeb Munban. Sus labios se curvan como no lo hacían desde que conoció a Batsheva. En frente de las puertas de la gran muralla que resguarda a la ciudad, se arrodilla y alza las palmas abiertas de sus ásperas manos para agradecerle a Dios por darle fuerza cada vez que se la pidió. Extasiado por haber llegado a destino, no notó que nadie estaba en la entrada. Ningún guardia custodia la puerta a la ciudad. Ninguna voz se oye a la distancia, y la tierra está más desértica y muerta que nunca. El único sonido que rompe el monótono silencio que asola la ciudad, es el de los buitres que sobrevuelan copiosamente las calles. Uriel lo siente en su estómago, siente ese nerviosismo de ansiedad que precede a una desgracia. Reconoce la angustia que congela su corazón sin razón aparente; esa razón la encontraría a metros de donde sus pies se hunden en la arena. Al acercarse a la entrada ve que ésta yace abierta; la habían golpeado con algo muy pesado hasta romperla. Ve flechas incrustadas en la madera de la puerta y en algunos huecos en el muro. Cuando da el primer paso hacia el interior de Gal Ebaeb Munban, lo hace pisando la mano mutilada de un niño. El hedor a muerte es asfixiante y mientras más se adentra en las desoladas calles de la ciudad, ve más de éstas atrocidades que no puede creer que Dios permita tanta agonía y sufrimiento. Cadáveres de mujeres desnudas con signos de violación desperdigadas por doquier como si fuesen sólo juguetes que ya han perdido el atractivo. Niños decapitados sin piedad. Jóvenes abiertos a la mitad con sus órganos cortados fuera de sus cuerpos. Hombres empalados haciendo un camino hasta la sagrada forja de Munban; que se sitúa en la parte montañosa de la ciudad. Éste repulsivo y escalofriante escenario alimenta a los buitres que entran y salen de los muros como si la ciudad fuese una gigantesca dakhma; una inmensa torre del silencio. Uriel ya no soporta más y cae sobre sus rodillas vomitando. Al limpiarse la boca con el dorso de su mano, nota una mancha de sangre que había vomitado. Se lamenta y mira al cielo adolorido, implorando por un poco más de fuerza. Le duelen sus ojos hundidos y los golpes de su viaje. En su mente se enquistan viejos anhelos, de cuando su vida era más simple; antes de todas esas tristes vivencias de ésta que siente como la última cruzada de su vida. No comprende cómo es que ésta catástrofe pudo llegar a una ciudad tan bien protegida como Munban. En ese momento, de entre las sombras de los elevados edificios de la ciudad y el sombrío y fantasmagórico aura que inunda las calles, aparecen hombres con el rostro cubierto. Mientras libera su espada para ponerse en guardia, ve que éstos hombres llevan el uniforme del Reino de Udias. Detrás de él hace su aparición teatral el comandante del ejército udias’ul, «¡Bienvenido seas, mi buen hombre! ¡Qué alegría encontrarse con el mayor promotor de ésta magnificente carnicería!», discurseó, como si todas las atrocidades que cometió le hubiesen carcomido la cabeza volviéndolo loco. Mientras más verbaliza sobre los acontecimientos de la batalla, más se nota su demencia. Uriel indaga en el motivo para llevar a cabo un genocidio tan inmoral, tan carente de honor de guerrero. Se sorprende cuando el comandante udias’ul le cuenta que el asedio estuvo planeado desde que perdieron el arca yudel a manos de Makaeb; conociendo la ética y la devoción a Dios de los maka'ul, era obvio que aquí sería enviada. Uriel no lo interrumpe, sólo deja que hable y cuente todo lo que desea decir. Al concluir con su vanaglorioso discurso, el comandante le promete a Uriel que si le dice dónde ha dejado el arca lo dejará vivir. Es entonces que el mismo Uriel ve que el comandante repite lo del arca pero no nombra el cuerno. Por eso le pregunta de manera retórica, «Usted no tiene idea, ¿verdad?». El comandante, extrañado por esas palabras, finalmente le responde que no sabe a lo que se refiere y que sólo le entregue el arca. Uriel lo mira, mira a los soldados y a los cuerpos que adornan las calles, y se larga a reír a carcajadas totalmente enajenado. Pierde la momentaneamente la cordura. Es el mismo comandante el que lo hace callar, exasperado de su alienada risa. «¡¿Qué es tan gracioso, estúpido loco? ¿No ves que estás a punto de morir?!», exclamó. «Aquí los únicos estúpidos son ustedes», contestó Uriel. Saca el cuerno de su bolsa y sin importarle lo que le suceda a su debilitado y corrompido cuerpo, lo hace sonar aún más fuerte que aquel día en el lago con las dagshaes. Su piel comienza a agrietarse, y sus ojos lagrimean sangre. Su lengua se seca y sus piernas pierden estabilidad, pero aun así logra que las almas atormentadas de los habitantes de Gal Ebaeb Munban poseen sus cuerpos una vez más para cumplir con el capricho del portador del cuerno nicromante. Los muertos se levantan a la espera de la orden de su invocador. Uriel, con el poco aire que le queda, alza su voz con autoridad diciendo, «¡Gente de Gal Ebaeb Munban, Dios padre nos dijo en sus sagradas enseñanzas que la venganza le pertenece a él… pues yo les digo que hoy esa venganza es suya!». Con esas palabras, los muertos de Munban se abalanzan contra sus asesinos. Los soldados de Udias huyen despavoridos. Aquellos que se enfrentan a las hordas de la muerte son masacrados. Las mujeres violadas, aún con esa vil experiencia dando vueltas vagamente en el recuerdo de su alma atormentada por la injusticia, atacan a sus agresores violentando sus vestiduras y abriéndoles el estómago para devorar sus viseras mientras éstos siguen con vida, gritando en agonía. Un soldado huye sin rumbo por las calles hasta tropezarse con un escombro, cayendo delante de una niña revivida. La niña tiene la boca cortada en sus mejillas, por lo que su pavorosa sonrisa lo llena de terror, antes de que ella saltara encima de él y le arranque la nariz con sus dientes. Los hombres empalados se liberan de sus estacas y las lanzan a los soldados perforando su pecho y su garganta. Algunas mujeres usan sus propias manos para extirpar ojos y lengua de los udias’ul, que se ven completamente diezmados por las macabras fuerzas del inframundo. El comandante de los Udias corre por su vida, orinándose encima como el cobarde que en realidad es. Para el mediodía, todos los soldados de Udias ya habían sido devorados. Uriel había quedado al borde de la muerte, cerrando sus ojos aceptando entregarle su alma a Dios. En la oscuridad de su mente, misteriosos sueños fluctúan entre el terror y la miseria y las ganas de un amable anciano de barbas largas le alcanza una taza de té de hierbas que aliviana su dolor. Uriel le pregunta qué fue lo que sucedió, y el anciano le agradece que haya salvado la ciudad y a la mitad de sus habitantes; que habían sobrevivido escondiéndose en las catacumbas ocultas debajo de la forja. Uriel sonríe y una lágrima cae humedeciendo sus labios secos; está feliz de saber que su sufrimiento le ha salvado la vida a medio pueblo. Luego de entregarle el cuerno a los herreros sacerdotes y de estar tres días descansando, es visitado por los sabios de la iglesia que lideran la forja de objetos bendecidos. Las caras son largas; portadores de malas noticias. Le cuentan a Uriel que han estudiado al demonio del cuerno. Se llama Dibaes, y éste malévolo ser ha quedado atado de alguna manera a su alma desde la primera vez que hizo sonar el cuerno, convirtiéndose en lo que ellos llaman el «ayilasheb»; aquel que porta el cuerno ceremonial. Para purificar la emanación del cuerno de oro y así encerrar el poder de Dibaes, deben fundirlo y convertirlo en un grial santo. Uriel no comprende cuál es el problema de llevar a cabo esa purificación, cuando le notifican que es muy probable que él termine consumido por el ritual, muriendo al poco tiempo de concluir con la fundición del cuerno. De nuevo la vida le da la espalda, pero ésta vez no le rezará a Dios por más fuerza para continuar. Se siente enfermo, débil y cansado. Todas sus vivencias a lo largo de éste viaje lo han dejado exhausto y consternado. Ha visto con angustia toda la maldad que la humanidad tiene la capacidad de albergar en sí misma y siente una profunda pena que no merma ni con sus más sinceras y repetitivas oraciones; necesita respuestas sobre la creación. Sabe que el tiempo no le será muy generoso. A pesar de que el principal motivo para vivir es prolongar el tiempo antes de la partida final, sin importar lo que se deba hacer para ello, Uriel no posee esa clase de mezquindad. Al alzar la mirada, confianzuda y algo triste por conocer su inminente destino, le responde a los sabios de la forja de Gal Ebaeb Munban: «He visto en éste viaje las suficientes cosas como para querer tener… una larga y tendida charla con Dios».




Muy bien. Hasta aquí el relato de hoy. Si han llegado hasta éste punto, les agradezco enormemente por su tiempo. Comenten y compartan. Y por último... Que la luz ampare su camino y la luz les enseñe a transcurrirlo. Hasta la próxima.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Los Enigmas de Sta. Ava Caterina - El Jinete de Arnedo

Los Enigmas de Sta. Ava Caterina - Las Dos Bocas de Zadbba

Los Enigmas de Sta. Ava Caterina - Los Ojos de Adabelle Wester