Los ecos de un pueblo olvidado| Episodio III: El asesino de huestes.

     ¡Hola, damas y caballero, jóvenes del mundo! Espero que estén muy bien. Y si no, que esto los entretenga un breve espacio en el tiempo. Vamos al meollo del asunto que no los quiero aburrir. Sigamos con otro relato del bloguiverso de, «Los ecos de un pueblo olvidado». En ésta ocasión les quiero presentar una historia que ya llega a ser gore. ¡Ya están avisados! Que la curiosidad sea la llave de la historia. Vamos.




El asesino de huestes


    El campeón del ejército de Kaeb no tiene nombre. La mayoría lo llama «El asesino de huestes»: porque él ha masacrado ejércitos enteros sin ayuda. Cuatro metros separan sus pies del enorme casco que protege su cabeza y cubre su rostro. Una pesada y tosca armadura cubre casi todo su cuerpo. Y donde la armadura no alcanza a cubrir, tapa su piel con ropa hecha de cuero. En las manos usa guantes. Hasta sus pies están cubiertos de cuero. Sus compañeros, acostumbrados a sus armaduras más rudimentarias, se extrañan por su forma de vestir; sin dejar nada de piel a la vista. El asesino de huestes no habla, sólo se comunica por medio de sonidos guturales de afirmación y negación. Su gran apetito no es de sorprender para alguien de su tamaño. Lo que en realidad intriga es que jamás come en compañía; siempre lo hace solo, ya que debía quitarse el casco para ello. Su identidad es una incógnita, un enorme misterio a resolver. Nadie en Kaeb sabe nada sobre él, pero todos desean hacerlo encarecidamente. Cuando estalla la guerra contra Ashban, Kaeb envía a su mejor campeón. En La batalla de Los Montes de Kahanaba, el glorioso campeón hace su despliegue de terror sangriento. Desenvainando sus dos espadas de dos metros de largo, arrasa al enemigo dejando estelas rojas en el aire. Las cabezas de los soldados de Ashban caen a la arena y de sus cuellos decapitados se disparan chorros de sangre que pintan los rostros de quienes están detrás. En sus caras no sólo está la sangre de sus compatriotas, sino también el pavor de ver a la muerte reflejada en las temibles hojas de sus enormes espadas. El asesino de huestes avanza contra el enemigo matando al que respire, hurtando la fe de los que agonizan y aplastando los cadáveres que deja a su paso. Inexpresivo, sin compasión ni arrepentimiento, degüella y mutila a quienes osan enfrentarlo. A un hombre, que se había tropezado con una cabeza cortada, le pisa las piernas hasta quebrarlas; el crujir de sus huesos, que ahora sobresalen de su piel astillando sus músculos, le eriza los bellos de todo el cuerpo a propios y extraños. Entre tres soldados, habilidosos y bien entrenados, logran arrebatarle una de sus espadas. De nada sirvió, puesto que el gigante de Kaeb le revienta el pecho a uno de ellos con su puño. A otro lo sostiene de la cabeza, lo eleva en el aire y aprieta con tanta fuerza que le hunde el casco en el cráneo asesinándolo con un dolor indescriptible. Al tercero le sucedió algo similar, sólo que, al haber perdido su casco, nada evita que el gigante le aplaste la cabeza hasta que sus ojos salten de sus cuencas. El general de los soldados de Ashban mira amedrentado cómo sus hombres son pisoteados como insectos, abatidos por el coloso de Kaeb. Entendiendo que no tienen chance alguna contra el gran campeón, sin un plan creíble, ordena la retirada. El temblor en sus manos es el claro indicio de que lo hace más por miedo a su propio destino que por el de sus hombres. La matanza ha acabado de momento. En el campamento, mientras todos comen, un par de curiosos soldados espían al gigante para ver cómo es su rostro; al hacerlo el pavor los deja petrificados. Sin la capacidad de mover un músculo, se quedan admirando una obra que ellos relacionan más con el demonio que con Dios. Tanta es su insistencia a la hora de mirarlo, que el gigante se percata de su presencia. Enfadado y temeroso porque habían descubierto su preciado secreto, para preservarse a sí mismo se pone de pie y los persigue antes de que revelen su apariencia a los demás. Al llegar a ellos, levanta las palmas de sus manos sobre sus cabezas y de un sólo golpe, se las aplasta hundiéndoles el cuello dentro del pecho. Ambos caen ya muertos al suelo, y él se los lleva a rastras hasta la montaña de cadáveres de la batalla para que nadie sospeche que habían sido asesinados esa noche. Los días pasan y las huestes de Kaeb llegan hasta la primera fortificación defensiva del reino de Ashban: el Fuerte Seheb. Conocido por sus certeros arqueros, Seheb se alista para la resistencia. El asedio comienza y los hombres de Kaeb avanzan cubriéndose con sus escudos. La lluvia de flechas no tarda en caer sobre ellos. Varias logran vulnerar su formación y asesinan a algunos soldados, pero no a los suficientes como para detener su andar. Una vez en el muro del fuerte, pretenden elevar escaleras para vulnerar sus defensas. Los desesperados hombres de Ashban derraman sobre ellos brea ardiente que al hacer contacto con su piel, se la desprenden de la carne. Sus gritos se oyen como un avance para las fuerzas de Ashban, pero para el gigante de Kaeb, suenan como un llamado a la acción. Las flechas no penetran en su robusta armadura, y nada impide que llegue hasta estar a escasos metros de la puerta. El coloso acelera su marcha, trota hasta que por fin se larga a la carrera y así embiste como un toro a la enorme puerta, que a pesar de estar reforzada, cede ante la fuerza magnánima del Asesino de huestes. Rindiendo honor a su nombre, devasta todo a su paso. Con una sola espada parte a la mitad a dos soldados, que ven con desolación cómo sus piernas se desprenden del resto del cuerpo. Para deshacerse de los molestos arqueros, el gigante sube hasta su posición, y con sus espadas en forma de cruz, arremete contra ellos arrastrándolos hasta el final del muro para lanzarlos fuera de él. El fuerte cae, y nadie pudo ni hacer sangrar al gigante. Una vez que el general de Kaeb ordenó, «¡Que no queden sobrevivientes!», sus hombres terminaron de aniquilarlos a todos. Los niños que habitaban el fuerte fueron masacrados; los que oponían resistencia fueron los más violentados y hasta abusados por las bestias con forma de humanos. Las pocas mujeres que quedaron se las llevaron como esclavas sexuales para satisfacer la lujuria de los soldados o sólo como un mero juguete golpeándolas hasta matarlas. Una vez consumada la barbarie, prendieron fuego el fuerte para que de su existencia no quede nada más que sus cenizas flotando en la brisa. De los escombros nace una nueva victoria para Kaeb, pero también se agiganta el malestar entre los pueblos, preocupados por su reciente escalada de aberrantes hostilidades. Durante éste último asedio, las tropas de Kaeb se habían hecho con riquezas de oro y piedras preciosas, pero de lo que más disfrutan es de sus prisioneras. Algunas de éstas mujeres están tan muertas en vida que ya no tienen reacción ante las reiteradas violaciones. Otras se niegan valientemente a soportar semejante vejación sólo por sobrevivir, y pelean con audacia. Una joven ash’ul golpea a su agresor y se escapa de la tienda de campaña donde la tenía presa de su repugnancia. El soldado la persigue hasta dar con ella, cerca de otros soldados que se ríen de él por no poder controlar a la mujer. Ella toma una cuchara de madera que estaba cerca de la fogata donde los soldados estaban reunidos, y con ella le arranca un ojo. Ésto enardece al soldado, que comienza a golpearla con la clara intención de asesinarla. La sangre sale de la cuenca de su ojo y cae sobre la boca de la joven, que poco puede hacer ante la fuerza de un hombre bien entrenado. Es entonces que el gigante aparece e impide que él la mate. Las risas se detienen de inmediato al ver al campeón de Kaeb defender a la mujer. «Madre», pronunció con dificultad sorprendiendo a todos; él nunca había hablado antes. A partir de ese día, la mujer no volvió a separarse de él, volviéndose su compañera durante la campaña contra Ashban y la única a la que él permite acercarse. La cercanía de una ash’ul con su mejor campeón genera recelos tanto entre los soldados como entre los altos cargos del ejército. Ellos desaprueban esa extraña relación por la preocupación de que esa joven pudiese influir en la lealtad de su mejor campeón. Desde la caída del Fuerte Seheb, la invasión sobre Ashban se aceleró exponencialmente. Pueblo tras pueblo fue sometido o arrasado. Desde el entorno del rey le advertían sobre el sanguinario gigante y su monstruoso poder, pero no quiso oír hasta que fue demasiado tarde. Con la necesidad de ponerle un freno a la enorme bestia, envía un emisario al reino aliado de Makaeb; ninguna respuesta llega a pesar de sus desesperados pedidos de ayuda. Siendo que sus antiguos aliados de Donaeb habían caído ante un misterioso poder, Ashban se halla a la buena de Dios. No les quedan esperanzas de revertir su dramática situación. Fue entonces que, a regañadientes, el rey manda a sus mejores diplomáticos para negociar la rendición en buenos términos ante el rey de Kaeb. Una costumbre entre los reinos asentados sobre el río Sefirí, es la de otorgar veintiocho días de paz tras un pedido formal de un rey enemigo. Ésta costumbre es conocida como «Los veintiocho días blancos», y es respetada por todos los pueblos a orillas del río. Es por eso que el siguiente mes se transcurre en calma. Creyendo que las agresiones habían terminado, llegado el fin de los días blancos, el rey de Ashban recibe de su homónimo de Kaeb un obsequio: nueve cajas de madera talladas finamente. El rey observa las cajas y sin abrirlas las ve como un mensaje del mismísimo demonio. Con un breve gesto le ordena a sus guardias abrirlas una a una en orden. Un hedor fétido a putrefacción inunda el recinto. A pesar de ser hombres fuertes, los guardias que las habían abierto comienzan a vomitar, contemplando apabullados el interior de aquellos supuestos obsequios: nueve cabezas humanas en un estado deplorable. Las cabezas corresponden a los diplomáticos que el rey había enviado a Kaeb, sin embargo, recuerda haber mandado a ocho hombres a negociar con el enemigo. Los guardias que habían abierto la novena caja se mantienen firmes en su posición. Es tal el impacto que reciben, que ni el hedor de esa inmundicia les remueve las entrañas. El rey se acerca a la caja, irritado por su falta de respuesta; toda la luz de sus ojos se esfuma como los segundos en el tiempo. La cabeza de la novena caja resulta ser la del príncipe de Ashban. Entre lágrimas y gritos de impotencia y negación, el rey toma la cabeza de su hijo y la abraza para llorar su muerte de rodillas ante Dios; el Dios al que él tanto le había rezado y ahora siente que lo ha abandonado. Los generales y consejeros que lo rodean, hombres de gran riqueza y poder, se miran con preocupación ante la imagen más patética que un líder puede dar. Comprenden su dolor, pero más es su preocupación por el futuro del reino. El príncipe de Ashban estaba al mando de una ciudad cercana a la capital, por lo que todos saben que el ejército de Kaeb está próximo a llegar a los muros de Anat Taeb, la capital de Ashban. Viendo el estado mental del rey luego del tremendo impacto que supuso el asesinato de su único hijo, les queda claro que está lejos de poder comandarlos en una situación que requiere de total entereza y templanza. Impulsados por ese miedo que vuelve mezquino al hombre, los generales del reino cometen traición, y esa misma noche entran a la habitación del rey para asesinarlo. El ejército toma el control de Ashban, y para repeler a los invasores de Kaeb, eligen una estrategia que tiene olor a sacrificio y gusto a muerte.

En la reciente batalla, a pesar de haber decapitado al príncipe enemigo, se sintió con fuerza la falta de ímpetu del Asesino de huestes. El gigante ya no lucha con las mismas ganas que antes. Gracias a la compañía de la joven de Ashban, que le come el oído con promesas que van más allá de su entender. Ella está tan obnubilada e intrigada con el gigante de Kaeb que no nota o ignora, la rareza de su ser. En la noche previa al asedio de Anat Taeb, las tropas de Kaeb descansan en su campamento sobre el río Sefirí a una distancia razonable de la capital enemiga. Sin que nadie lo previera, Ashban decide dar el golpe primero atacando el campamento con flechas incendiarias para obligarlos a salir a la intemperie donde su caballería se hace fuerte arremetiendo contra ellos. Como el gigante nunca duerme en las tiendas con sus compañeros, se encuentra lejos del foco de conflicto, pero algo lo fuerza a salir de su escondite; la mujer que lo acompaña no está a su lado como otras noches. El coloso oye los gritos en el campamento y se dirige corriendo a su encuentro con el destino, sólo para hallarse con la fatídica realidad de que su compañera había sido brutalmente asesinada por la caballería de Ashban. Un jinete la había atacado por la espalda rodeando su cuello con una soga arrastrándola por el campamento hasta quebrar sus huesos y desfigurar su rostro. El Asesino de huestes, por primera vez en toda su vida deja caer un par de lágrimas por su querida compañera. Todos ven con estupor cómo él se postra frente al cadáver de la mujer, al grito de «¡Sangre!». Entre las llamas, el gigante se levanta furibundo, dando el puntapié inicial a la mayor matanza de su historia. Los jinetes de Ashban lo enfrentan sólo para hallar la muerte. El sol comienza a iluminar un nuevo día, pero nada llega a alumbrar el corazón del gigante, que marcha en primera fila hacia el asedio de Anat Taeb. La incontrolable ira del Asesino de huestes no lo deja ver las extrañas circunstancias que rodean ese misterioso ataque nocturno que sólo un tonto hubiese creído que funcionaría. La oscura verdad detrás de ese ataque, es que no fue propuesto por Ashban, sino por el mismo general de Kaeb. El hombre sonríe al ver a su mejor campeón en su máximo esplendor, en un crepúsculo sangriento. Todo gracias a que él había ordenado secuestrar a su compañera para quitarla del camino. El general temía que la presencia de esa mujer haya ablandado al gigante, y es por eso que contrató mercenarios para hacerse pasar por soldados de Ashban y así asesinarla para echarles la culpa de su muerte; como la leña que alimenta el fuego necesita de una chispa para cumplir con su labor, el gigante tiene la venganza como su principal motivo para la carnicería que está a punto de protagonizar. El ejército de Kaeb avanza contra la capital de Ashban para iniciar su conquista. La caballería de los ash’ul se posiciona en frente de la gran puerta de la ciudad. Sobre los muros, los famosos arqueros ash’ul se preparan para hacerle el mayor daño posible a la infantería de Kaeb para que lleguen debilitados a sus muros. La carga comienza y los jinetes cabalgan a toda velocidad para embestir al gigante. Con sus dos espadas de dos metros, se abalanza contra la caballería cortándoles las piernas frontales a los caballos. Sus jinetes salen disparados hacia adelante muriendo con la cabeza estrellada contra el suelo, o siendo rematados por la infantería de Kaeb. El gigante hace un despliegue de voracidad verdaderamente escabroso. Con la mirada puesta en su venganza, mata todo lo que se interpone en su camino. Los soldados de Ashban mueren con tanta facilidad que la vida parece un chiste. El gigante los decapita regando el suelo con su sangre. A otros los aplasta con sus enormes pies hasta quebrar sus huesos. Al llegar a la puerta, toma a un jinete y le entierra su puño en la espalda para arrancarle la espina dorsal. Los gritos de aquel soldado penetran como lanzas en los oídos de los arqueros ash’ul; aunque nada les resulta más espeluznante que ver como el gigante les lanza las espinas dorsales de varios de sus compañeros. Cubierto de sangre, el coloso de Kaeb abate la puerta hasta tirarla abajo. El general ordena a sus tropas que entren a la ciudad, dándoles rienda suelta a su imaginación para efectuar las calamidades que deseen. Una vez que la mayor parte del ejército de Kaeb ya había irrumpido en la ciudad, una extraña sensación turba sus mentes. Saben que Ashban yace debilitado por su incursión, pero no tanto como para acceder a los muros de su capital con tanto despojo. De repente las puertas se cierran y de los muros derraman brea hirviendo. Cuando los hombres dan aviso de que un tercio de la ciudad tiene las calles bloqueadas y bañadas con brea, el general ve las intenciones del ejército ash’ul. Los soldados de Kaeb que no mueren escaldados por la brea, lo hacen cuando los arqueros disparan sobre ellos sus flechas incendiarias. La viscosidad de la brea la hace imposible de apagar hasta que se consume por sí sola. La terrible estrategia de los generales de Ashban consta de perder toda su caballería e iniciar un enorme incendio con daños imprevisibles. Ésta locura salida de una mente enferma y desesperanzada, terminó por dar sus frutos. Todo el ejército de Kaeb pereció ardiendo en las llamas de un incendio de magnitudes catastróficas. Cuando pensaron que la victoria estaba asegurada, el Asesino de huestes sale de entre el fulgurante fuego llegando hasta la entrada del palacio. Los guardias ash’ul no daban a basto para refrenar al gigante, que los corta al medio con sus espadas o los descuartiza con sus manos desnudas. Al entrar al palacio, busca al rey para terminar con él. Como el rey ya había sido traicionado por sus generales y consejeros, el gigante de dedica a aniquilar a todos los presentes. Ni la fuerza de veinte hombres puede contener su rabia. Su espada bañada en sangre rebana cabezas y extremidades sin parar. Los soldados de Ashban se ven tentados a huir despavoridos, pero deben concretar su misión, quedándose a morir o a vencer. Al perder sus espadas, el gigante los despedaza con sus manos. Les arranca los brazos y las piernas de modo que sus músculos quedan colgando. A algunos los golpea en el estómago con tanta fuerza, que termina aplastando sus intestinos. Habiendo asesinado a más de cien personas únicamente en ese recinto, desde el interior del palacio se ve cómo de derrama la sangre desbordando las escalinatas hasta llegar a las calles. Cuando toda fe se siente falsa y asesinarlo parece imposible, un soldado toma una lanza y con mucha precisión y suerte, logra acertarle al único espacio en el cuello donde su armadura se había aflojado de tanto luchar. Aún así, mientras se ahoga con su propia sangre, el gigante toma al soldado por el hombro y las piernas, lo alza lo más alto que puede, y le parte la espalda haciéndolo caer sobre su rodilla; como si fuera la rama seca de un árbol viejo. Finalmente el gigante cae al suelo moribundo. Sus sollozos son escuchados por los soldados del palacio, y aunque creen que es por estar agonizando, en realidad son por la angustia de pensar en la muerte de su compañera y la posterior alegría de imaginarse con ella en el eterno más allá. Al desistir su lucha por vivir, exhala su último aliento deseoso por descansar. Aún temerosos por la brutalidad del coloso de Kaeb, los guardias del palacio de Anat Taeb se acercan lentamente a su cadáver. Curiosos de conocer el rostro del afamado Asesino de huestes, le quitan el casco para ver su verdadera apariencia. La mayoría de los soldados dan un paso atrás asustados. Unos rezan y otros se niegan a creerlo, pero la verdad yace ante ellos. El rostro del gigante no es humano. Sus ojos son los de una serpiente y ni un cabello cubre su cabeza. Dos colmillos prominentes sobresalen de sus fauces y no tiene nariz, sólo dos orificios nasales. Su piel es escamosa y de un color gris verdoso. Los sacerdotes de Ashban lo miran atormentados. «¡Es un demonio!», exclaman los más jóvenes, pero los más veteranos dicen, «No, no es un demonio. Es uno de los hijos mayores que se rebelaron contra Dios; es un nahsh’ul». La leyenda de los habitantes del reino olvidado de Nahshaeb cuenta que sus habitantes fueron los primeros hijos de Dios. A pesar de su apariencia de reptil, mantuvieron relaciones con mujeres humanas, dejándolas preñadas con hijos de gran fuerza y habilidad. Ninguna de sus madres sobrevive, ya que antes de nacer los hijos nahsh’ul las devoran desde el vientre. Como su primer alimento es su propia madre, desarrollan un notorio desapego por las mujeres y las emociones. Sin embargo, existen algunos como el asesino de huestes que reniegan de ese traumático pasado. El gigante de Kaeb deseaba proteger a su compañera por ésta razón, pero su muerte sólo despertó el lado más siniestro de su alma. Ahora, al final de su camino, él estará en un lugar donde la forma de su ser ya no será un impedimento para amar ni ser amado. Esperando por la misericordia de Dios para regresar a su lugar de origen: justo detrás de él, al lado de sus hermanos y hermanas, sobre el inmenso cielo de ésta tierra maldita, y en frente a la mayor de sus menores creaciones: el ser humano.



     Aquí va el tercer cuento de ésta saga. Sé bien que es cruenta. Ni yo sé en qué estaba pensando cuando la escribí. Pero bueno. Aquí está y quedará como parte de ésta saga. Más allá del espanto espero que la hayan disfrutado. Para el próximo posteo les tengo un cuento más largo que se titula, «El ayilesheb». Esa historia se conecta con ésta en el sentido de que explica brevemente al comienzo la razón de porqué Makaeb no acudió al llamado de auxilio de Ashban. Compartan el blog con sus seres queridos; si les gusta ésta clase de contenido, obviamente. Comenten sus opiniones. Y sin más, nos leemos luego. Que la luz ampare su camino y la oscuridad les enseñe a transcurrirlo.

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