Los ecos de un pueblo olvidado| Episodio I: La cosmogonía de la Éternada.
En éste primer posteo voy a contarles el primer relato de una saga llamada, «Los ecos de un pueblos olvidado». Éste en especial es bastante genérico. Aunque sirve a modo de introducción con una breve explicación al final de lo que será parte del resto de cuentos. Sin más preámbulos. Que la curiosidad sea la llave de la historia.
La cosmogonía de la Éternada
En el orden incesante de los acontecimientos dentro de la creación, el comienzo bien podría pasar desapercibido, pero esconde la verdad absoluta del todo dentro de la nada misma. Cuando las arenas del pensamiento divino se dispersaron por el vacío de la realidad, llamada la Éternada, todo era un caos imposible de predecir. Los granos de la arena del pensamiento divino chispeaban al golpearse entre sí con fuerza. Su tenue luz se hacía más fuerte al encontrarse unas con otras emparentadas y luego rompiéndose entre sí. Algunos granos de esa arena dimensional vibraban con dureza, aglomerándose hasta formar estructuras sin forma aparente. Los primeros vientos cósmicos hacían incontrolables torbellinos de dimensiones cósmicas, por ello se destruían a sí mismos apenas comenzaban a soplar en la Éternada. Las primeras aguas lo llenaban todo, pero pronto se dividían y volvían a su forma original dentro de la nada. En un lugar donde las alteraciones ocurren de manera tan constante que ya no pueden ser consideradas alteraciones, debía de haber algo más que traspase las limitaciones de un todo que no las tiene. Fue entonces que todas las arenas del pensamiento divino comenzaron a vibrar tan fuerte que se atraían en concordia convirtiéndose en uno sólo. Así nació la primera emanación en el cosmos: una diosa autoexistente llamada Soberana. Ella es la madre de la realidad. Su consciencia traía los recuerdos de cada grano de arena que la constituían, y al darse cuenta de la belleza del caos en la Éternada y del vacío que su existencia dejó, decidió dar a luz al universo a partir de su propio cuerpo. Soberana cerró sus ojos para apreciar la nada, y al abrirlos sus pensamientos iluminaron la Éternada para dar vida al todo. En ese instante se crearon las primeras ciento treinta y siete emanaciones benévolas llamadas Dioses Fundadores. Ellos se encargaron de la creación del cielo negro. Al desear luz crearon las estrellas. Como no fue suficiente, decidieron crear soles. Luego de haber hecho el cielo negro, las estrellas y los soles, decidieron crear los colores; algunos de ellos ninguna creación posterior tuvo el deleite de conocer. Al ver que los colores eran buenos, crearon planetas para llenarlos con ellos. Cada obra generada engrandece su existencia. Pero no había nadie para apreciar la hermosura de su creación, entonces crearon a los seres que habitan todos los planetas de su obra. Como esas criaturas carecían de la noción de la grandeza y la gracia de su creación, varias de ellas fueron dotadas con la bendición de la consciencia de la realización. Los Dioses Fundadores le rinden honores a Soberana por haberlos creado con belleza y propósito. La alegría, paz y prosperidad abundaba en cada rincón de la antigua Éternada. Aunque algo no estaba del todo bien. Mientras las creaciones se multiplicaban, la energía requerida se hacía más y más agobiante para los Dioses Fundadores y para la consciencia del todo. Desde la fuente original, llamada Cosmánima, de donde habían venido las arenas del pensamiento divino, comenzaron a sentir que su propia energía les estaba siendo drenada por ésta nueva creación. Como su existencia sólo está compuesta de ésta energía cósmica, sintieron que la realidad en la Éternada, con el potencial de transmutar su energía divina, deformaría la esencia de su existencia. Así empezaron a sentir temor; algo insólito entre seres de tan elevada vibración. Para recobrar el equilibrio entre la Éternada y la Cosmánima, los Dioses Fundadores crearon el tiempo y la muerte como complemento de su ciclo. A pesar de ello, no lograron conseguir el equilibrio deseado y se lamentaron de ver que el tiempo y la muerte sólo causó dolor y sufrimiento. La decepción de varios Dioses Fundadores por no haber podido restaurar el orden entre los mundos de la realidad y espiritualidad, entraron en penumbra; de allí nacieron las emanaciones malévolas. Las emanaciones junto a los dioses que las representan entraron en conflicto, creando el odio y la guerra. El resto de los Dioses Fundadores cayeron en tribulación, opacados por ver la agonía de los seres que ellos con tanto amor habían creado. Sin dejarse amedrentar por la penumbra, hicieron frente al caótico mal que habita ahora en sus hijos mayores. Dividida la Éternada entre las emanaciones benévolas -las constituyentes-, y las emanaciones malévolas -las devoradoras- se consiguió ese deseado equilibrio, pero a un elevado costo: la extinción masiva de tres cuartos de todo lo creado hasta el momento. Abrumados por la energía acumulada del caos y sin la capacidad de blandir semejante poder, los Dioses Fundadores tomaron la decisión de seguir los pasos de Soberana. Y a partir de sí mismos crear cada uno, otras siento treinta y siete emanaciones capaces de esparcirse por la Éternada en pos de constituir o devorar los mundos. Éstas emanaciones fueron llamadas Dioses Equilibrantes. El orden alcanzado no es lo suficientemente fuerte como para atravesar el tiempo creado sin desviaciones, y cualquier perturbación sólo lograría desbalancear nuevamente la coexistencia de la Éternada con la Cosmánima. En ésta interminable guerra entre las emanaciones benévolas y malévolas existe en realidad un sólo propósito que es compartido: devolver las arena del pensamiento divino a la fuente original dándole un mejor uso a las subcreaciones que sólo tienen de destino ser combustible viviente para su guerra. Mientras más complejas son las creaciones de los Dioses Equilibrantes, más difícil es mantener el equilibrio en sus propias mentes, que son verdaderamente donde residen los registros de la condensación de la realidad. Fue entonces que iniciaron otra gran explosión de pensamientos- Cada uno de ellos se dividió en otras ciento treinta y siete emanaciones, llamadas Dioses Mayores. El tiempo crea nuevas aristas en su existencia, y ellos terminaron dividiéndose en otras emanaciones, llamadas Dioses Menores. A su vez ellos se multiplicaron convirtiéndose en los Dioses Mundanos. A medida que Soberana se fue fragmentando en miles de millones de distintos dioses, se fue perturbando su existencia y perdiendo el propósito de su misión primaria de crear una nueva realidad. Los Dioses Mundanos están tan mezclados entre sí que fueron perdiendo la sensibilidad de la fuente original. La clara diferencia que define a las emanaciones benévolas y a las malévolas, es el cómo desfragmentarán la realidad en la Éternada para devolverle la intensidad a la Cosmánima. Por millones de años los Dioses Mundanos se hicieron ésta pregunta, sin encontrar otra respuesta que una tan imperfecta como las nuevas formas que han adoptado: las teomaquias. Las teomaquias son las guerras entre los dioses en las cuales se decantan los vencedores y vencidos. Los primeros absorben a los segundos, y así, poco a poco, se recobrará la figura de Soberana; para que al fin todos puedan regresar a Cosmánima y a su efímera pero idílica existencia. El resto de creaciones y subcreaciones sólo siguen el orden que les fue impuesto, a pesar de ser una parte crítica de éste conflicto. Al final del camino en ésta guerra, de vencer las emanaciones malévolas, ellos serán sólo un precio a pagar. Aunque si ganan las emanaciones benévolas, todas las creaciones por más humildes que sean, encontrarán la paz cuando su vibración sea la misma que la de la fuente original. De tantos mundos creados y seres alimentados con las pequeñas chispas residuales del sentir de la Cosmánima, existe uno que se entiende como importante: La Tierra. En ella reside un Dios Mundano cuyo nombre sólo sus hermanos y hermanas conocen. De sus hijos mayores nacieron varios seres, y como máxima expresión del bien y el mal y la perfección más defectuosa de todas, fue creada la humanidad. Ella se encuentra tan alejada del origen, que difícilmente pueda ascender en poder y conocimiento por sí sola. Siguiendo los pasos de sus imperfectos creadores, los humanos se alzaron con varias iglesias que no rinden honor a sus creadores, sino culto. La más poderosa de todas, La Iglesia Sefirí, gobierna en los doce reinos fundados por Dios que aún quedan en la actualidad: Ashban, Dinaban, Donaeb, Gamban, Gazaeb, Haraeb, Kaeb, Makaeb, Medoban, Mersheraeb, Yakoaeb y Salomaeb. En ellos viven sus respectivos pueblos, cuyo título es el de «ul», que va al final del comienzo de los nombres de sus reinos. En la tierra prometida aledaña al río Sefirí, que es donde Dios instauró sus aposentos en el comienzo del mundo, han ocurrido y ocurrirán cientos de eventos; algunos con el potencial atroz y divino de marcar el crepúsculo y el alba de un nuevo ciclo precedente a las terroríficas, sangrientas y aparentemente interminables teomaquias.
Comentarios
Publicar un comentario