Los Enigmas de Sta. Ava Caterina - Bajo el Alumbre de la Última Vela
¡Buonasera! En ésta oportunidad les voy a presentar una historia de «Los Enigmas de Sta. Ava Caterina». El título ya lo habrán visto así que no es necesario repetirlo. Sí, como hago siempre, una breve sinopsis. Tres huérfanos hallan en las calles de Santa Ava Caterina una vida que lejos está de ser digna, así como también encuentran libertad para ir en busca de ella. Cuando uno de ellos roba la más reciente edición de El Zorzal Cantor, lee entre sus líneas la noticia de que muchos se encuentran en la búsqueda de un tesoro oculto en algún punto de la montaña Licanoicos. Al ir en busca de aquel tesoro que los saque de las calles, descubren la oscura verdad detrás de lo que parece ser una conspiración contra la humanidad o un rito de sangre. Sin más preámbulos. Que la curiosidad sea la llave de la historia.
Bajo el Alumbre de la Última Vela
En Sta. Ava Caterina existen dos montañas altas que se ven desde cualquier parte de la ciudad: Monspinna y Licanoicos. Cuenta una antigua leyenda que en Licanoicos existe un lugar que guarda en su interior un tesoro sin precedentes. Los rumores misteriosamente han comenzado a esparcirse de nuevo por toda la ciudad. Hasta el afamado diario local, El Zorzal Cantor, ha publicado en sus recientes ediciones fragmentos de testimonios de aventureros que dicen haber visto parte de éste gran tesoro. La opinión pública es variada, pero la mayoría coincide en que se trata sólo de un fraude. Un muchacho que se ha buscado la vida entre las miserias de la ciudad observa atentamente a un hombre comprando el periódico. Él lleva el suyo, pero es del mes pasado. Al ver que el hombre enfila hacia la plaza central para leer las noticias en una banca, el joven camina hacia él chocando aparatosamente. Los periódicos caen al suelo, y mientras el hombre lo insulta por su apariencia de vagabundo, llamándolo «maldito vago» e «inepto», el joven cambia las ediciones de los diarios quedándose con la más reciente. Luego de disculparse con el hombre por su error, se dispone a esconderse y leer las últimas noticias del día. Entre las más destacadas están el triste fallecimiento de Diana Marinaleda: una importante institutriz de influyentes familias en Sta. Ava Caterina, como los Pugliese, los Cardedeu o los Robledo Salazar. También lee sobre la repentina desaparición del afamado periodista Vicente Buscamante, y el resurgimiento de la fiebre del tesoro de Licanoicos; ésta última noticia en particular es la que más llama la atención del joven. Al leer sobre un posible tesoro escondido, sale disparado a mostrarle el artículo a sus mejores amigos. Lleno de un entusiasmo que no cabe en su cuerpo, corre varias calles hasta llegar a la esquina donde siempre se ve con sus amigos. «Paolo, ¿por qué tanta prisa?», pregunta su amigo Luca. «Chicos, encontré la solución a nuestra delicada situación financiera», contesta al mostrarles el artículo en el diario. Su otro amigo, Jan, se ríe y lo golpea en la cabeza a modo de broma. «Tonto. ¿No recuerdas que eres el único de nosotros que sabe leer?». «Pero si les vengo enseñando todos los días», exclama Paolo, sorprendido de que sus amigos no prestaran atención a sus lecciones. Luca le quita el periódico y luego de una larga pausa tratando de descifrar lo que para él eran manchas sobre el papel, pregunta, «¿Hay un tesoro en la montaña?». Paolo sonríe extasiado de haber podido enseñarle algo al menos a uno de sus amigos, «¡Mierda!», grita Jan al aire mientras patea una piedra de la calle, «¡No puede ser que éste idiota sepa más que yo!». Luca se ríe y se burla de él, actuando superior por un momento. Entre ellos siempre ha habido una competencia por ver quién aprende más de Paolo; al ser el único de ellos que viene de una familia mejor acomodada socialmente. Luego de que su padre fuera despedido de su trabajo y encarcelado por encubrir una estafa en la que él estaba involucrado, sus finanzas se vinieron a pique y su madre se quitó la vida al perder su preciado estatus. Su padre fue muerto en la cárcel a raíz de un ajuste de cuentas con sus cómplices en la estafa. Huérfano, Paolo encontró en las calles de Sta. Ava Caterina un entorno tan hostil como prometedor. Su bolsillo lo ahorca y asfixia, pero su libertad es plena al estar atada al ingenio de su imaginación. Sus amigos lo oyen apasionado por el tesoro en la montaña. Se lo ve tan convencido de querer ir, que ellos se llenan de ese aura aventurero. Sin embargo, Luca es el primero en cuestionar la veracidad de lo que dice el periódico. Paolo se enfada un poco por esa actitud de su amigo de querer tirarle el castillo de naipes abajo. Jan, más extrovertido y lanzado al juego, opina que si en el periódico dicen que hay un tesoro perdido, debe de ser cierto. Luca sacude su cabeza y exclama, «Ellos tienen dinero, poder, gente trabajando para ellos. Si es verdad que existe un tesoro así de grande, ¿por qué se lo dirían al pueblo?». Luca tiene su punto, y a pesar de que tanto Jan como el mismo Paolo están de acuerdo con él, la codicia intoxica su mente con relucientes promesas. Jan los impulsa a intentarlo, y Paolo asiente con la sonrisa de quien sabe que no tiene nada qué perder. Impulsado por el reto impuesto por sus amigos y creyendo ingenuamente que no habrá mayores problemas al intentarlo, Luca accede a ir con ellos a la montaña y descubrir qué tan cierto es eso del tesoro. Sin precisar la ubicación exacta, en El Zorzal Cantor redactaron puntos de posibles entradas a una cueva que lleva al dichoso tesoro. El primer inconveniente sobreviene cuando Paolo y sus amigos ven la cantidad de gente que se dirige a Licanoicos por la misma razón que ellos. Hay más de ochocientas personas, de toda clase de gente, adentrándose en el denso bosque que cubre la montaña. Luca ve ésto como un gran impedimento; sus recursos son, varias veces, mayores a los que ellos disponen. Las oportunidades de que unos adolescentes huérfanos puedan hallar la cueva antes que los mejores aventureros a caballo, con armas, comida y agua para días, son realmente escasas. Paolo mantiene su optimismo, y le encarga a Luca la tarea de repartir sus provisiones; algunas galletas de centeno y apenas cinco trozos de carne seca es toda la comida que tienen para sobrevivir, con suerte, algunos días. También tienen pensado usar lo que puedan del bosque como cazar liebres y recolectar frutos silvestres. El agua fresca por suerte abunda en toda la montaña, gracias a los incontables arroyos que traen el agua de la nieve derretida en su cumbre. También traen doce velas de grasa recogidas de la basura que saben que tendrán que usar en la supuesta cueva. El primer día de exploración es tranquilo. Se esperaban no encontrar nada, ya que deben subir lo más posible antes de toparse con el territorio poco explorado. A pesar de que el día no tuvo mayores perturbaciones, al no enfrentarse a ningún otro grupo de exploradores que puedan verlos como competencia innecesaria y tratar de quitarlos del camino, saben que hay mercenarios entre esos grupos. La noche puede ser cruenta en Licanoicos. Todo el bosque está infestado de jaurías de lobos. A la luz de una fogata moribunda, Jan se despierta y advierte a sus amigos de algunos «inquietantes sonidos», que provienen de más arriba en el bosque empinado. Paolo saca su cuchillo, y Luca comienza a sermonear a todos con que no era una buena idea estar allí. Jan también toma su cuchillo y los tres hacen un círculo alrededor de la fogata para abarcar un mayor rango de visión. Cuando el ruido desaparece, se oye un estruendoso grito distante de alguien que fue atacado por los lobos. Sus aullidos despiertan miedos de épocas ancestrales guardados en la sangre como un mensaje de peligro y muerte. Otro grito se oye, ésta vez proveniente de otro lugar del bosque; ahora es de una mujer. Paolo y sus amigos se miran con pánico. El terror hace chasquear sus dientes. Su pecho se entumece por la angustia y todas sus extremidades se enfrían. De la nada, entremedio de unos arbustos, un lobo salta sobre Luca. Él se defiende usando una rama para contener las fauces del gigantesco animal. Mientras lloriquea y patalea, Paolo llega a su rescate abalanzándose sobre el lobo, atravesando su cuello con el cuchillo. Luca le da las gracias, pero aprovecha para alertarlo de que sería una buena idea abandonar ésta aventura suicida y regresar a casa. Jan le responde que deje de llorar y que continúen con su viaje, ya que el sol está próximo a salir. El segundo día es peor que la noche que termina. Las jaurías de lobos siguen merodeando a los aventureros. En distintas partes de la montaña pueden oírse disparos de rifle reverberando en el aire. Los mejores grupos son más numerosos, al tener que cargar con más cosas. Irónicamente, ésto los vuelve un blanco más interesante para los lobos; normalmente se sentirían intimidados, pero los lobos de Licanoicos tienen algo particular que los hace más agresivos y temerarios. En la noche del segundo día, Luca ve un escondrijo natural hecho de rocas y raíces de roble. Los tres se meten allí para pasar la noche. En la madrugada, no son los lobos los que les traen problemas ésta vez. Un grupo de aventureros armados con rifles los despiertan y sacan a rastras de su escondite. Luca les pide explicaciones, y es el primero en recibir un fuerte golpe en el estómago. En su defensa sale Paolo, pero es reducido por uno de los aventurero. Jan se da cuenta de quién es el líder del grupo y a él se dirige para pedirle que los deje ir porque ellos no tienen nada que ver. El hombre lo mira y la dirección de la curva de sus labios no condice con su mirada rencorosa. «¿Crees que eso me importa? Ellos van contigo, así que pagan contigo. Tengo muchísima suerte de hallar aquí al mugriento huérfano que trató de cortejar a mi esposa. Nadie pedirá por la vida de un vagabundo. Mucho menos si no encuentran el cuerpo», exclama el hombre. A Jan no se lo ve tan preocupado como a Paolo y Luca, diciendo, «La culpa la tienes tú, viejo. Creí que era tu hija, no tu esposa. De todas formas, parece que la pasó mejor conmigo que contigo. Al menos, eso dijo ella», contesta. El hombre se le queda viendo, ya no con la alegría de al comienzo, sino con júbilo porque Jan, al amedrentarlo, le ha dado el impulso que necesitaba para matarlo. Paolo intenta interceder cuando ve que a su amigo le están apuntando con sus armas, pero Jan mismo lo detiene con un casi imperceptible gesto de su mano izquierda; tiene un plan. Y ese plan incluye a los lobos que han sido llamados por el alboroto que éste hombre y sus secuaces han causado. Antes de que pudieran desparar, los lobos arremeten contra ellos devorando a quien tenga la mala fortuna de caer al suelo y quedar a su aterradora merced. Jan ayudan a Paolo a ponerse de pie y los dos van por Luca para escapar de allí antes de que los hambrientos lobos los desmiembren entre gritos de agónico dolor, tal como sucede con el hombre que los atacó y su grupo de aventureros; todos muertos por la rabiosa jauría. Los lobos de Licanoicos son considerablemente más grandes que la mayoría, pero lo que más asustan son sus ojos; son como de humano. Paulo y sus amigos corren hasta no poder más y siguen corriendo. Pierden la sensibilidad de sus pies. Las palmas de sus manos laten. Su cuello y cabeza se entumece y el hormigueo de sus tendones hace temblar sus músculos. Sin darse cuenta, han huido tanto de los lobos que llegan a una parte de la montaña en la que nadie ha estado en mucho, mucho tiempo. Los robles de ésta zona no tienen hojas; están completamente muertos. Su madera se ha petrificado hasta asemejarse a un trozo de roca. El roble más grande entre ellos tiene un tronco de unos diecisiete metros de circunferencia y setenta y dos de altura. Ayudados por las grietas en su corteza, Paolo y sus amigos lo escalan para huir de los lobos. Unos de ellos se les queda viendo muy insistentemente. Paolo se percata de ello, y casi podría jurar que lo vio sonreír con sorna; de nuevo sus ojos humanos lo estremecen. No dejan de escalar el roble hasta que, eventualmente, encuentran una grieta hacia el interior del árbol; está completamente hueco, y caen al fondo. Su estrepitosa caída es amortiguada por las enredaderas formadas con las raíces del roble, tierra húmeda granulada y un ángulo empinado. La oscuridad es total. No pueden ver ni sus propias manos delante de sus ojos. Paolo les pregunta si están bien, y todos responden que sí. Luca saca de su bolso su pedernal y eslabón y enciende una vela ayudándose con una vieja página del periódico The Pigeon Fancier. Al encender la mecha se quema la hoja de papel y sobre ella se puede leer el título de un artículo que dice, «El lado oculto de Sta. Ava Caterina: Logias, cultos y rituales satánicos». Antes de que la página sea consumida por el mordiente fuego, Paolo lee más abajo sobre los contactos que éstos demoníacos cultos tienen con importantes personalidades de la ciudad incluyendo políticos, oficiales de policía y empresarios. El más destacado tal vez sea Lucius Carobbino; accionista mayoritario de El Zorzal Cantor. Al ser un artículo escrito por otro diario, todo queda como una simple difamación empresarial. Los tres se mueven en dirección de la cueva. Jan está emocionado porque cree que dieron con la cueva donde está el tesoro. Luca está tan asustado que no le importa quemarse con la grasa que derrama la vela sobre su mano; en su mente se repite que todo estará bien como un mantra que no consigue calmar sus palpitaciones. Paolo decide ir al frente, cuando de pronto todos se mueren de miedo al encontrar una cabeza de serpiente con cuernos de carnero; en una figura hecha de oro. «¿Vieron? Les dije que estábamos en el lugar correcto», exclama Jan. «No sé porqué siento que no deberíamos estar aquí», comenta Luca. Paolo no habla. Su silencio es porque trata de armar en su mente las siluetas de la cueva para formar una imagen coherente. Resulta ser que la cabeza es parte de una enorme puerta la cual no alcanzan a medir su altura, pues la luz de la vela es demasiado tenue para ver dónde termina. Al entender que se trata de una entrada que se necesita de una llave para acceder a su interior, Paolo y Luca piensan que ya no podrán seguir. Quien se niega a creerlo es Jan, y en una actitud estúpida y temeraria, introduce su mano en la boca de la serpiente cornuda. Luca le pide que la quite de ahí lo antes posible. «Estoy viendo si tiene cerrojo o algo que podamos usar», contesta. Luca voltea hacia Paolo para ver si puede convencerlo de sacar la mano de esa boca que le da tan mala espina. Paolo es más imperativo en su forma de pedírselo. Jan resopla molesto porque no lo dejan hacer lo que quiere. Al estar a punto de retirar su mano de la boca, siente que algo lo tira hacia adelante. Paolo y Luca intentan socorrerlo y él les implora que lo ayuden. Sus gritos de dolor carecen de sentido hasta que exclama, «¡Muerden, muerden!». Al sacar la mano esperaba haberla perdido por completo, pero observa su palma y está intacta; aparentemente todo estuvo en su mente. Sin embargo, nota que algunas gotas de sangre caen de ella hacia el suelo. Gira su mano y ve dos agujeros parecidos a la mordedura de una serpiente. Luca lo revisa y no encuentra veneno, sólo los dos agujeros. Jan se alivia a pesar de la dolencia. De la comisura de la boca de la serpiente se ve goteando la sangre de Jan. Mientras los tres se preguntan qué pudo haber sido, un temblor sacude la tierra y una súbita ventisca arremolinada los cubre apagando la vela. Luca la enciende nuevamente, ésta vez con algo más de dificultad, y todos ven que la puerta se había abierto. Jan grita de la alegría. Paolo sacude su hombro felicitándolo; sea lo que sea que ha hecho, ha conseguido abrir la puerta para ellos. Luca venda las heridas en su mano y sonríe contento por su amigo. De pronto la sonrisa de los tres se borra totalmente. Una extraña angustia sube hasta su pecho como las patas de una araña. El aire ha cambiado drásticamente. Todo se ha enfriado y sus emociones se ven opacadas, como si no tuvieran ganas de seguir viviendo; sienten que han viajado a otro mundo. Del otro lado de la puerta esperaban ver un pasadizo o alguna señal de civilización, sin embargo, no hay nada; continúa la cueva. Es extraño. Pareciera como si alguien hubiera construido un atasco para separar el interior de la cueva del mundo exterior. O para proteger éste de lo que yace más allá de la oscuridad del túnel. Adentrándose en la cueva, oyen pequeños pasos siguiéndolos por detrás. Al darse vuelta no ven nada, pero al regresar la vista hacia el frente observan una sombra desaparecer entre las rocas de la cueva. De momento lo ignoran, pero al pasar cerca de la roca no le quitan la mirada de encima. El túnel parece interminable. Sienten que han pasado horas desde su llegada. Mientras más lejos de adentran en la montaña, menos se parece a nuestro mundo. Molestias y dolencias temporales los aquejan. Sienten en todo momento el sutil cosquilleo de leves respiraciones sobre su piel; heladas respiraciones. Ya saben que hay alguien más allí. Lo aterradoramente perturbador es preguntarse quién puede ser. La verdad se revela de la peor manera. Algo sujeta las piernas de Jan y lo hala hacia la oscuridad. Paolo se adentra en las sombras yendo detrás de su amigo y toma sus manos mientras ve en la penumbra su rostro de pánico. Le suplica que no lo deje, que no lo abandone, y Paolo usa toda su fuerza para evitar que, sea lo que sea eso que tira de sus piernas, lo arrastre directo a las sombras. Luca se estaba tardando en alcanzarlos porque no puede correr sin apagar la vela, pero una vez que llega y la luz ilumina a Jan, la cosa que lo tenía atrapado lo suelta inmediatamente. Paolo lo levanta del suelo y él tiene que apoyarse en su amigo para mantenerse en pie; los músculos de sus piernas están desgarrados y varios trozos cuelgan de sus huesos. Luca se desespera al ver a su amigo en ese estado. En poco tiempo, esa misteriosa criatura comienza a acercarse con muchos más; llamados por el olor a sangre. Los tres amigos ven el escenario con pavor. En enjambre, los seres los acechan y lanzan ataques con sus garras. Esas embestidas los empujan contra la pared viscosa de la cueva donde, irónicamente, esos seres tienen menos rango de ataque. Por alguna extraña razón se quedan parados con prudencia un par de metros alejados de ellos. Paolo asiste a Jan que no deja de quejarse del tremendo dolor que está padeciendo. Luca nota por una de esas bestias que su piel es sensible a la luz; una se aproxima hasta que comienza a quemarse y se retira. La penumbra causada por la reflexión difusa de la luz tenue de la vela es escasa y no les inflige daño alguno, pero no se acercan a menos de un metro de ella. Los tres contemplan la espeluznante forma de éstos extraños seres. Con su espalda encorvada no miden más de cuatro pies y medio. Poseen piernas muy cortas y brazos tan largos que sus tres garras tocan el suelo. Su piel rugosa es tan pálida que hasta parece transparente. Casi no tienen rostro; sus ojos son tan pequeños que apenas se distinguen dos puntos negros a los costados de su cabeza. Su nariz se asemeja a la de un bulldozer, abarcando casi toda la cara. De su boca gotea un líquido viscoso de color negro; es su sangre, pues sus dientes como agujas son tan finos, largos y afilados que se lastiman a sí mismos al cerrar su mandíbula. El sonido que emiten es similar a alguien soltando aliento, pero constante y despacio; es desesperante oírlos. Sin posibilidad de moverse y con la vela casi consumida por el tiempo, Luca saca otra de su bolso y la enciende. Para aumentar el rango de luminosidad le da una a cada unos para hacer un círculo que los proteja de frente y de espaldas. Luca se queda detrás y Paolo va al frente. Jan, teniendo que soportar un dolor tan grande que haría que cualquiera se desmayara, se queda entre ambos sirviéndose de Paolo para poder caminar. Luca desea regresar por donde vinieron, pero Paolo cree que eso será imposible; la puerta ya está abierta y no podrán escalar el interior del roble para salir de la montaña y sostener la vela al mismo tiempo. Jan en ese momento se da cuenta de que está tan limitado por su condición, que no sólo no se sirve a sí mismo, sino que se ha vuelto un lastre para sus amigos. Los tres entienden que no podrán salir del interior de la montaña Licanoicos por el mismo lugar por donde entraron. Cuando regresar se convierte en un imposible, lo único que queda es construirse un camino diferente. Siendo vigilados por éstas criaturas en todo momento, llegan a lo que parece ser un lago subterráneo. «¡Agua!», exclama Jan. Paolo se apura para llegar y beber de ella. Jan se limpia sus heridas y bebe del agua, que a pesar de su inaudito sabor amargo, sacia su sed momentáneamente. Luca no se atreve a acercarse a esa agua y se niega a beber algo que ha estado encerrado con esos monstruos. Sus amigos lo desestiman, pero con el correr de los minutos empiezan a sentirse mal. Las heridas de Jan se deterioran notablemente. Tanto él como Paolo se van poniendo pálidos. Mientras caminan se sienten débiles, y ven con pavor a las criaturas de la cueva a la expectativa de que uno de ellos ceda. Caminar los hace sentirse enfermos. Luca no sabe cómo hará para ayudar a los dos si no pueden continuar. Mientras los minutos se escapan entre las manecillas del reloj, las velas se consumen con la cálida indiferencia del fuego. Las paredes cavernosas de pronto se ensanchan y el rango de ataque de las criaturas se agranda. Algo en el agua los hizo enfermarse. Jan cae de rodillas y Luca lo asiste. «¿Te sientes bien?», le pregunta para saber si sus ánimos siguen altos como siempre. Jan no tiene ni fuerzas para contestar; las náuseas lo sobrepasan tal como a Paolo. Sin poder retener el reflejo, Jan vomita una extraña y espesa secreción negra. Paolo lo ve y pierde el control de su esfínter, vomitando ese espeso líquido también. Jan siente su boca amarga y pastosa, añorando tener un poco de agua fresca. Al ver su vómito en el piso, nota que de él comienzan a salir parásitos blancos semejantes a sanguijuelas. Toda la cueva le da vueltas. Su desesperación llega al límite de la locura. Se golpea la cabeza con ambas manos y rasguña su pecho como si quisiera abrirse el tórax y limpiar esa porquería de su interior. «¡Basta! ¡Si van a matarnos que sea ahora!», grita desgarrando su garganta, desafiando lo que tiene en frente. Su mirada destila temor y odio. Sus manos tiemblan de ira y sus piernas sangrantes se ponen de pie a pesar del escozor. Al sacar su cuchillo se preveía lo que estaba apunto de hacer. Paolo y Luca lo conocen, y se apresuran a evitarlo con la cautela que la débil llama de sus velas se lo permiten. Atormentado y excitado por el dolor, Jan se entrega a la demencia de la cólera, saca su cuchillo y arremete contra los demonios; lo último que Paolo y Luca ven, es su vela apagándose mientras se enfrenta a decenas de esos monstruos que lo hacen trizas en cuestión de segundos. Sus gritos de agonía se van perdiendo en las oscuras y remotas profundidades de la cueva. Ambos amigos se largan a llorar por la muerte de su amigo, pero entienden que no hay tiempo para lamentarse. Apenas les queda una vela además de las dos que sostienen. Las imágenes de lo que vieron desde que irrumpieron en la montaña los perturba. Están cansados y hambrientos. La muerte jamás se desea completamente, pero se la ve con cariño una vez quebrantada la mente. Los seres de la cueva perciben los cambios de ánimo de quienes estúpidamente huellan su hogar; el pequeño infierno donde han sido encerrados antaño. Pasan las arenas del tiempo con implacable puntualidad. La vela en la mano de Luca se consume hasta quemarla. Una vez encendida la última que le queda, le entra un pánico atroz que desgarra su estómago. Sus dientes chasquean y sus piernas tiritan al caminar. Pasa y pasa el tiempo y no hallan ningún indicio de una posible salida. «No vamos a sobrevivir», es lo que escupen los labios de Luca con despojo, como si aceptar la muerte fuera algo sencillo; no es él quien habla, sino el miedo en su estado más puro. «No podemos darnos ese lujo, amigo», responde Paolo. «¡Nos van a comer! ¡Vamos a sufrir!», exclama Luca, perdiendo el control sobre sí mismo. Algunos monstruos lo merodean; huelen la esencia del pavor emanando de su alma. «¡No vamos a morir!», le levanta su voz Paolo, ya cansado de oír tanto lloriqueo, «Jan no querría que nos rindiéramos». «Y está muerto. ¿De qué mierda le sirvió no rendirse?». «¿Y de qué nos servirá a nosotros?», replica Paolo tratando de calmar a Luca, pues su histeria altera a los demonios a su alrededor. Luca, cuando por fin parecía estar entrando en razón, siente algo húmedo golpear su nuca. Al voltear ve sobre el suelo rocoso de la cueva dos ojos humanos; los ojos verdes de Jan. Su respiración sibilante más que llenar sus pulmones parece asfixiarlo aún más. Caminando hacia atrás por la impresión, no ve un hueco en el suelo y tropieza cayéndose de espaldas. Al caer, su vela se apaga, permitiendo que todas las criaturas a su alrededor se abalancen sobre él. Paolo se da vuelta y logra verlo forcejeando con una de ellas. De prisa, corre hasta Luca y alumbra a la criatura encima de él. La bestia es golpeada de lleno por la luz, y su piel se incendia hasta consumirse. Cuando éstos misteriosos seres se prenden fuego, no se queman ni asan. Tampoco se vuelven cenizas o humo; se derriten como un bloque de hielo. El líquido viscoso que se desprende de la bestia al derretirse cae sobre Luca escaldando su cabeza, su pecho y sus manos al intentar apagar el fuego en su rostro. Paolo no sabe qué hacer. Los demonios aprovechan su momento de confusión y toman a Luca por las piernas desmembrando sus pies. Paolo lo sostiene de una mano antes de que ellos lo arrastren a las sombras de una inminente muerte. «¡Suéltame!», le grita Luca, entregado al infierno como si fuese un escape al dolor. «¡Resiste!», exclama Paolo. La angustia lo asola al estar a punto de perder al único amigo que le queda. Luca lo mira a los ojos con una mezcla de miedo, confusión y llanto. Como sabe que su amigo no lo soltará, toma su vela apagada y se la entrega en la mano. Al despedirse con la mirada, tironea su muñeca para zafarse de su amigo. Paolo sólo puede gritar su nombre en llanto, mientras oye sus gritos todo el camino hasta las sombras aterradoras del demonio bajo la montaña. En estado de catatonia, los pies de Paolo se mueven por inercia. La penúltima vela se consume. Sólo le queda la que Luca le dejó a medio usar. Caminando sin rumbo ni esperanza, sus pies se tropiezan con una repentina comodidad. Sus oídos oyen el eco de sus pasos. Sin darse cuenta había entrado a una parte donde hay piso construido. Creyendo que tal vez hallaría una salida de la cueva, sigue el sendero hasta llegar a un inmenso y lúgubre salón. Las extrañas inscripciones en el suelo están en un lenguaje que no comprende. La reverberación de sus pisadas resuena a lo largo y a lo ancho del recinto. Cuando llega al fondo, descubre que no es un salón cualquiera: es un templo, una puerta hacia algo más. Mientras los seres acechan su sombra, él recorre los muros del templo en busca de algo que esclarezca sus dudas. Los símbolos, jeroglíficos en las paredes, no son comprensibles para él. Lo que sí puede tratar de descifrar, son los grabados en oro. Evidentemente, todo ese recinto está cubierto con oro y piedras preciosas; lo del tesoro resultó ser cierto de alguna forma. En los grabados se ve a una de esas criaturas varias veces más grande; es una hembra dando a luz. Paolo se estremece al ver que ese ser devora humanos, y que las bestias que nacen luego de eso están bajo una especie de representación de la luz. Las imágenes de los seres que están antes de que la hembra consumiera sangre humana se queman, mientras que los nacidos a la postre sobreviven. La revelación le congela la sangre a Paolo, que ya vislumbra el fatídico destino de la humanidad si esas criaturas logran escapar de Licanoicos; empezando por St. Ava Caterina. La ciudad quedará completamente desolada, devastada por las hordas demoníacas de un ser cuyo altar contiene ornamentos con forma de serpiente cornuda; tal como el cerrojo en la entrada. Las inscripciones en el altar no parecen tan antiguas. Paolo, con su pobre latín, aprendido de niño con sus padres, puede leer un nombre: «Ophet». Al pronunciarlo, el jadeo de las criaturas se detiene. Como estatuas, se posan a su lado esperando a que algo ocurra; la luz moribunda de su vela comienza a tintinear. La suerte ha sido echada y él terminó perdiendo. No hay otra entrada o salida del recinto ni tiempo de luz para alcanzar la puerta desde donde llegó. Está a la clara voluntad de Dios, o de algo más. Paolo es un alma libre. Nunca jugó el juego de la vida bajo las reglas de nadie más que las de sí mismo. Entiende que la estatua dorada que está sobre el altar, esa cabeza de serpiente con cuernos, es el cerrojo de la entrada, no de la salida. Bajo sus pies está la verdadera puerta al hogar de éstos seres nefastos, y no es una entrada física. Evidentemente fue arreado hasta ese lugar para alimentar a la reina de las criaturas del demonio; a la madre de la calamidad. En un acto de gallardía y valor inescrutable, mete su mano en la boca de la serpiente. El dolor lo ahoga, lo desangra por dentro. Al igual que su amigo Jan, paga el pacto de sangre para cerrar la entrada al abismo. Un leve temblor se siente bajo sus pies y una brisa que no alcanza a ser una ventisca estremece su piel. La boca lo libera al saborear su sangre. Como el alma libre que siempre ha sido, no permitirá que el agonizante brillo de una vela dictamine su hora final. Así que, observando a sus enemigos de frente, aspira aire de manera entrecortada. Coloca la vela delante de sus temblorosos labios y como un apagado susurro, sopla.
¿Moraleja? Tengan cuidado al soplar la vela. Con esto terminamos la historia de hoy. Muchas más cosas se vienen en Sta. Ava Caterina. Si llegaron hasta acá, gracias por leerme, por su tiempo y su entusiasmo. Que la luz ampare su camino y la luz les enseñe a transcurrirlo. ¡Ciao!
Comentarios
Publicar un comentario